martes, 4 de agosto de 2020

ENAMORARSE Y DESENAMORARSE

Zygmunt Bauman Amor líquido 

ENAMORARSE Y DESENAMORARSE

«Mi querido amigo, le envío un pequeño trabajo del que podría decirse, sin ser injusto, que no tiene pies ni cabeza, ya que por el contrario todo en él es, alternativa y recíprocamente, pies y cabeza. Le suplico considere la admirable conveniencia que tal combinación nos ofrece a todos: a usted, a mí y al lector. Podemos interrumpir, yo mis cavilaciones, usted el texto, y el lector su lectura, ya que no pretendo mantener interminablemente la fatigosa voluntad de ninguno de ellos unida a una trama superflua. Retire uno de los anillos, y otras dos piezas de esta tortuosa fantasía volverán a encajar sin dificultad. Recorte varios fragmentos y advertirá que cada uno de ellos se sostiene por sí mismo. Me atrevo a dedicarle a usted la serpiente entera con la esperanza de que algunos de sus tramos le gusten y lo diviertan». De esta manera, Charles Baudelaire presentaba Spleen de París a sus lectores. Es una pena que lo haya hecho. De no ser así, yo mismo hubiese querido componer un preámbulo igual o similar para lo que sigue a continuación. Pero lo hizo, y yo sólo puedo citar. Walter Benjamín, por supuesto, eliminaría la palabra «sólo» de esta última frase. Y si lo pienso dos veces, yo también. «Recorte varios fragmentos y advertirá que cada uno de ellos subsiste por sí solo». Mientras que los fragmentos salidos de la pluma de Baudelaire sí lo hicieron, sólo el justo derecho del lector, ya que no el mío, decidirá si los dispersos tramos de pensamiento reunidos a continuación subsisten o no. En la familia de los pensamientos hay enanos en abundancia. Por eso fueron inventados la lógica y el método, y una vez inventados fueron adoptados con gratitud por los pensadores de pensamientos. Los enanos pueden esconderse, y en medio del poderío esplendoroso de las legiones en marcha y las formaciones para la batalla, terminan por olvidar su enanismo. Una vez que se han cerrado las filas, ¿quién notará la diminuta estatura de los soldados? Es posible reunir un ejército de aspecto temible y poderoso alineando en formación de batalla a filas y más filas de pigmeos… Quizás, y tan sólo para complacer a los adictos al método, debería haber hecho lo mismo con estos fragmentos y recortes. Pero como no me queda tiempo para terminar esa tarea, sería tonto de mi parte ocuparme del orden de las filas y dejar el reclutamiento para más tarde… En cuanto a pensar las cosas dos veces, quizás el tiempo que tengo disponible resulte poco, no a causa de mi edad, sino porque cuanto más viejos somos, mejor comprendemos que por más grandes que parezcan las ideas, jamás lo serán tanto como para abarcar, y menos aún contener, la copiosa prodigalidad de la experiencia humana. Lo que sabemos, lo que deseamos saber, lo que nos esforzamos por saber, lo que intentamos saber acerca del amor y el rechazo, del estar solos o acompañados y morir solos o acompañados… ¿Acaso es posible racionalizar todo eso, ponerlo en orden, ajustarlo a los estándares de coherencia, cohesión y totalidad establecidos para temas menores? Quizás sea posible, es decir, sólo en la infinitud del tiempo. ¿O acaso no sucede que cuando se dice todo acerca de los temas fundamentales de la vida humana las cosas más importantes siempre quedan si ser dichas? Amor y muerte, los dos protagonistas de esta historia que no tiene argumento ni desenlace pero que condensa la mayor parte del sonido y la furia de la vida, admiten esta clase de reflexión/escritura/lectura más que ningún otro tema. Ivan Klima dice: casi nada se parece tanto a la muerte como el amor realizado. Cada aparición de cualquiera de los dos es única pero definitiva, irrepetible, inapelable e impostergable. Cada aparición debe sostenerse «por sí sola», y lo hace. Toda vez que aparecen nacen por primera vez, o renacen, saliendo de la nada, de la oscuridad del no-ser, sin pasado ni futuro. Cada una, cada vez, empieza desde el principio, dejando al desnudo lo superfluo de las tramas del pasado y la vanidad de cualquier trama del porvenir. Sólo se puede entrar en el amor y en la muerte una única vez: menos aún que en el río de Heráclito. De hecho, son sus propios pies y cabeza, desdeñosos y negligentes con respecto a todo lo demás. Bronislaw Malinowski solía burlarse de los difusionistas por confundir las colecciones de los museos con genealogías: al ver utensilios rústicos de pedernal ordenados en las vitrinas delante de otros más sofisticados, hablaban de «historia de las herramientas». Esa actitud, se burlaba Malinowski, era equivalente a considerar que un hacha de piedra daba origen a otra, del mismo modo que, digamos, el hipparion dio origen, en su momento, al equus caballus. El origen de los caballos puede rastrearse en otros caballos, pero las herramientas no son antecesoras ni descendientes de otras herramientas. Las herramientas, a diferencia de los caballos, no tienen una historia propia. Son, se podría decir, marcas que puntúan las biografías individuales y las historias colectivas de la humanidad: son manifestaciones o sedimentos de esas biografías e historias. Y lo mismo puede decirse del amor y de la muerte. El parentesco, la afinidad, los vínculos casuales son características del ser y/o de la unión de los humanos. El amor y la muerte no tienen historia propia. Son acontecimientos del tiempo humano, cada uno de ellos independiente, no conectado (y menos aún causalmente conectado) a otros acontecimientos «similares», salvo en las composiciones humanas retrospectivas, ansiosas por localizar —por inventar— esas conexiones y comprender lo incomprensible. Y por eso es imposible aprender a amar, tal como no se puede aprender a morir. Y nadie puede aprender el elusivo —el inexistente aunque intensamente deseado— arte de no caer en sus garras, de mantenerse fuera de su alcance. Cuando llegue el momento, el amor y la muerte caerán sobre nosotros, a pesar de que no tenemos ni un indicio de cuándo llegará ese momento. Sea cuando fuere, nos tomarán desprevenidos. En medio de nuestras preocupaciones cotidianas, el amor y la muerte surgirán ad nihilo, de la nada. Por supuesto, tendemos a recapitular para ser más sabios después del hecho: tratamos de rastrear los antecedentes, de aplicar el infalible principio de que un post hoc es seguramente el propter hoc, de concebir un linaje «que dé sentido» al acontecimiento, y con frecuencia nuestros esfuerzos se ven coronados por el éxito. Necesitamos ese éxito por el consuelo espiritual que proporciona: resucita, aun de manera indirecta, nuestra fe en la regularidad del mundo y la previsibilidad de los acontecimientos, que resulta indispensable para nuestra salud y cordura. También conjura la ilusión de que hemos adquirido un nuevo saber, de que hemos aprendido y, sobre todo, de que se trata de algo que podemos aprender, tal como es posible aprender las leyes de la inducción de J. S. Mili o a conducir autos o a comer con palitos en lugar de tenedor, o a causar una impresión favorable en los entrevistadores. En el caso de la muerte, se admite que el aprendizaje se limita a la experiencia de otras personas y es, por lo tanto, una ilusión in extremis. La experiencia de otras personas no puede aprenderse verdaderamente como experiencia; en el producto final del aprendizaje del objeto, no es posible separar el Erlebnis original de la contribución creativa de las capacidades imaginativas del sujeto. La experiencia ajena sólo puede conocerse como una historia procesada, interpretada según lo que los otros vivieron. Tal vez algunos gatos verdaderos tienen, como Tom de Tom y Jerry, nueve vidas o más, y tal vez algunos conversos pueden llegar a creer en la reencarnación, pero el hecho es que la muerte, como el nacimiento, se produce sólo una vez; no hay manera de aprender a «hacerlo bien la próxima vez», ya que se trata de un acontecimiento que nunca volveremos a experimentar. El amor parece gozar de un estatus diferente que los otros acontecimientos excepcionales. De hecho, podemos enamorarnos más de una vez, y algunas personas se enorgullecen o se quejan de que se enamoran y se desenamoran (al igual que algunos de los que llegan a conocer en ese proceso) con demasiada facilidad. Todo el mundo ha escuchado historias acerca de esas personas «proclives al amor» o «vulnerables al amor». Existen fundamentos sólidos para considerar el amor, y particularmente el «estar enamorado», como —casi por naturaleza— una situación recurrente, susceptible de repetirse y que incluso favorece la repetición del intento. Si nos interrogan, la mayoría de nosotros llegaremos a nombrar la cantidad de veces que nos enamoramos. Podemos suponer (y con fundamento) que en nuestros tiempos crece rápidamente la cantidad de personas que tiende a calificar de amor a más de una de sus experiencias vitales, que no diría que el amor que experimenta en este momento es el último y que prevé que aún la esperan varias experiencias más de la misma clase. Si esa suposición demuestra ser acertada, no hay de qué asombrarse. Después de todo, la definición romántica del amor — «hasta que la muerte nos separe»— está decididamente pasada de moda, ya que ha trascendido su fecha de vencimiento debido a la reestructuración radical de las estructuras de parentesco de las que dependía y de las cuales extraía su vigor e importancia. Pero la desaparición de esa idea implica, inevitablemente, la simplificación de las pruebas que esa experiencia debe superar para ser considerada como «amor». No es que más gente esté a la altura de los estándares del amor en más ocasiones, sino que esos estándares son ahora más bajos: como consecuencia, el conjunto de experiencias definidas con el término «amor» se ha ampliado enormemente. Relaciones de una noche son descriptas por medio de la expresión «hacer el amor». Esta súbita abundancia y aparente disponibilidad de «experiencias amorosas» llega a alimentar la convicción de que el amor (enamorarse, ejercer el amor) es una destreza que se puede aprender, y que el dominio de esa materia aumenta con el número de experiencias y la asiduidad del ejercicio. Incluso se puede llegar a creer (y con frecuencia se cree) que la capacidad amorosa crece con la experiencia acumulada, que el próximo amor será una experiencia aún más estimulante que la que se disfruta actualmente, aunque no tan emocionante y fascinante como la que vendrá después de la próxima. Sin embargo, sólo es otra ilusión… La clase de conocimiento que aumenta a medida que la cadena de episodios amorosos se alarga es la del «amor» en tanto serie de intensos, breves e impactantes episodios, atravesados a priori por la conciencia de su fragilidad y brevedad. La clase de destreza que se adquiere es la de «terminar rápidamente y volver a empezar desde el principio», en la que, según Sóren Kierkegaard, el Don Giovanni de Mozart era el virtuoso arquetípico. Pero por estar guiado por la compulsión a intentarlo otra vez, y obsesionado con la idea de impedir que cada intento sucesivo interfiriera con los intentos futuros, Don Giovanni era también el «impotente amoroso» arquetípico. Si el propósito de la infatigable búsqueda y experimentación de Don Giovanni hubiera sido el amor, su propia compulsión a experimentar hubiera descalificado ese propósito. Resulta tentador señalar que el efecto de esa ostensible «adquisición de destreza» está destinado a ser, como en el caso de Don Giovanni, el desaprendizaje del amor, una «incapacidad aprendida» de amar. Ese resultado —la venganza del amor, por así decirlo, contra los que se atreven a desafiar su naturaleza— era de esperar. Se puede aprender a desempeñar una actividad que posee un conjunto de reglas invariables que se corresponden con un entorno estable, monótonamente repetitivo que favorece el aprendizaje, la memorización y, ulteriormente, «el paso a la práctica». En un entorno inestable, la retención y la adquisición de hábitos — que son las marcas registradas del aprendizaje exitoso— no sólo son contraproducentes, sino que sus consecuencias pueden resultar fatales. Lo que una y otra vez demuestra ser letal para las ratas en las cloacas de la ciudad —esas criaturas muy inteligentes, capaces de aprender rápidamente a distinguir los restos de alimentos entre los cebos venenosos— es el elemento de inestabilidad, que desafía a la regla y que se inserta en la red de túneles y pozos subterráneos debido a la inaprensible, impredecible y verdaderamente impenetrable «alteridad» de otras —humanas— criaturas inteligentes: criaturas notorias por su tendencia a romper la rutina y a crear confusión con la distinción entre regla y contingencia. Si esa distinción no se mantiene, el aprendizaje (entendido como adquisición de hábitos útiles) no existe. Los que insisten en condicionar sus acciones a los precedentes, como los generales que vuelven a conducir una nueva guerra exactamente igual a su última guerra victoriosa, corren riesgos suicidas y se exponen a infinitos problemas. La naturaleza del amor implica —tal como lo observó Lucano dos milenios atrás y lo repitió Francis Bacon muchos siglos más tarde— ser un rehén del destino. En el Simposio de Platón, Diótima de Mantinea le señaló a Sócrates, con el asentimiento absoluto de este, que «el amor no se dirige a lo bello, como crees», «sino a concebir y nacer en lo bello». Amar es desear «concebir y procrear», y por eso el amante «busca y se esfuerza por encontrar la cosa bella en la cual pueda concebir». En otras palabras, el amor no encuentra su sentido en el ansia de cosas ya hechas, completas y terminadas, sino en el impulso a participar en la construcción de esas cosas. El amor está muy cercano a la trascendencia; es tan sólo otro nombre del impulso creativo y, por lo tanto, está cargado de riesgos, ya que toda creación ignora siempre cuál será su producto final. En todo amor hay por lo menos dos seres, y cada uno de ellos es la gran incógnita de la ecuación del otro. Eso es lo que hace que el amor parezca un capricho del destino, ese inquietante y misterioso futuro, imposible de prever, de prevenir o conjurar, de apresurar o detener. Amar significa abrirle la puerta a ese destino, a la más sublime de las condiciones humanas en la que el miedo se funde con el gozo en una aleación indisoluble, cuyos elementos ya no pueden separarse. Abrirse a ese destino significa, en última instancia, dar libertad al ser: esa libertad que está encarnada en el Otro, el compañero en el amor. Como lo expresa Erich Fromm: «En el amor individual no se encuentra satisfacción […] sin verdadera humildad, coraje, fe y disciplina»; y luego agrega inmediatamente, con tristeza, que en «una cultura en la que esas cualidades son raras, la conquista de la capacidad de amar será necesariamente un raro logro»[2] . Y lo mismo ocurre en una cultura de consumo como la nuestra, partidaria de los productos listos para uso inmediato, las soluciones rápidas, la satisfacción instantánea, los resultados que no requieran esfuerzos prolongados, las recetas infalibles, los seguros contra todo riesgo y las garantías de devolución del dinero. La promesa de aprender el arte de amar es la promesa (falsa, engañosa, pero inspiradora del profundo deseo de que resulte verdadera) de lograr «experiencia en el amor» como si se tratara de cualquier otra mercancía. Seduce y atrae con su ostentación de esas características porque supone deseo sin espera, esfuerzo sin sudor y resultados sin esfuerzo. Sin humildad y coraje no hay amor. Se requieren ambas cualidades, en cantidades enormes y constantemente renovadas, cada vez que uno entra en un territorio inexplorado y sin mapas, y cuando se produce el amor entre dos o más seres humanos, estos se internan inevitablemente en un terreno desconocido. Eros, tal como afirma Levinas[3], es diferente de la posesión y del poder; no es una batalla ni una fusión, y tampoco es conocimiento. Eros es «una relación con la alteridad, con el misterio, es decir, con el futuro, con lo que está ausente del mundo que contiene a todo lo que es…». «El pathos del amor consiste en la insuperable dualidad de los seres». Los intentos de superar esa dualidad, de domesticar lo díscolo y domeñar lo que no tiene freno, de hacer previsible lo incognoscible y de encadenar lo errante son la sentencia de muerte del amor. Eros no sobrevive a la dualidad. En lo que al amor se refiere, la posesión, el poder, la fusión y el desencanto son los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. En ese punto radica la maravillosa fragilidad del amor, junto con su endemoniada negativa a soportar esa vulnerabilidad con ligereza, lodo amor se debate por concretarse, pero en el momento del triunfo se topa con su derrota última. Todo amor lucha por sepultar las fuentes de su precariedad e incertidumbre, pero si lo consigue, pronto empieza a marchitarse, y desaparece. Eros está poseído por el espectro de Tánatos, que ningún hechizo mágico puede exorcizar. No es que Eros sea precoz, y ninguna dimensión ni intensidad de educación ni de métodos de autoaprendizaje conseguirán liberarlo de su patológica tendencia suicida. El desafío, la atracción, la seducción que ejerce el Otro vuelve toda distancia, por reducida y minúscula que sea, intolerablemente grande. La brecha se siente como un precipicio. La fusión o la dominación parecen ser los únicos remedios para el tormento resultante. Y sólo hay una delgadísima frontera, que muy fácilmente puede pasarse por alto, entre una caricia suave y tierna y una mano de hierro que aplasta. Eros no puede ser fiel a sí mismo sin practicar la caricia, pero no puede practicarla sin correr el riesgo del dominio. Eros impulsa a las manos a tocarse pero las manos que acarician también pueden oprimir y aplastar. Por más que uno haya aprendido sobre el amor y sobre amar, su sabiduría sólo llegará, al igual que el mesías de Kafka, un día después de su llegada. Mientras está vivo, el amor está siempre al borde de la derrota. Disuelve su pasado a medida que avanza, no deja tras de sí trincheras fortificadas a las que podría replegarse para buscar refugio en casos de necesidad. Y no sabe qué le espera ni qué puede depararle el futuro. Nunca adquiere la confianza suficiente para dispersar las nubes y apaciguar la ansiedad. El amor es un préstamo hipotecario a cuenta de un futuro incierto e inescrutable. El amor puede ser —y suele ser— tan aterrador como la muerte; sólo que, a diferencia de la muerte, encubre la verdad bajo oleadas de deseo y entusiasmo. Es sensato equiparar la diferencia entre el amor y la muerte a la que existe entre la atracción y la repulsión. Si lo pensamos dos veces, sin embargo, ya no podemos estar tan seguros. Las promesas del amor son, generalmente, menos ambiguas que sus ofrendas. De ese modo, la tentación de enamorarse es avasallante y poderosa, pero también lo es la atracción que ejerce la huida. Y el señuelo que nos induce a buscar una rosa sin espinas está siempre presente y resulta difícil de resistir. Deseo y amor. Hermanos. A veces, mellizos, pero nunca gemelos idénticos. El deseo es el anhelo de consumir. De absorber, devorar, ingerir y digerir, de aniquilar. El deseo no necesita otro estímulo más que la presencia de alteridad. Esa presencia es siempre una afrenta y una humillación. El deseo es el impulso a vengar la afrenta y disipar la humillación. Es la compulsión de cerrar la brecha con la alteridad que atrae y repele, que seduce con la promesa de lo inexplorado e irrita con su evasiva y obstinada otredad. El deseo es el impulso a despojar la alteridad de su otredad, y por lo tanto, de su poder. A partir de ser explorada, familiarizada y domesticada, la alteridad debe emerger despojada del aguijón de la tentación, sin ningún acicate. Es decir, si es que sobrevive a tal tratamiento. Sin embargo, lo más posible es que, en el curso del proceso, sus restos no digeridos hayan pasado del terreno de lo consumible al de los desechos. Lo que se puede consumir atrae, los desechos repelen. Después del deseo llega el momento de disponer de los desechos. Según parece, la eliminación de lo ajeno de la alteridad y el acto de deshacerse del seco caparazón se cristalizan en el júbilo de la satisfacción, condenado a desaparecer una vez que la tarea se ha realizado. En esencia, el deseo es un impulso de destrucción. Y, aunque oblicuamente, también un impulso de autodestrucción; el deseo está contaminado desde su nacimiento por el deseo de muerte. Sin embargo, este es su secreto mejor guardado y, sobre todo, guardado de sí mismo. Por otra parte, el amor es el anhelo de querer y preservar el objeto querido. Un impulso centrífugo, a diferencia del centrípeto deseo. Un impulso a la expansión, a ir más allá, a extenderse hacia lo que está «allá afuera». A ingerir, absorber y asimilar al sujeto en el objeto, y no a la inversa como en el caso del deseo. El deseo es ampliar el mundo: cada adición es la huella viva del yo amante; en el amor el yo es gradualmente transplantado al mundo. El yo amante se expande entregándose al objeto amado. El amor es la supervivencia del yo a través de la alteridad del yo. Y por eso, el amor implica el impulso de proteger, de nutrir, de dar refugio, y también de acariciar y mimar, o de proteger celosamente, cercar, encarcelar. Amar significa estar al servicio, estar a disposición, esperando órdenes, pero también puede significar la expropiación y confiscación de toda responsabilidad. Dominio a través de la entrega, sacrificio que paga con engrandecimiento. El amor y el ansia de poder son gemelos siameses: ninguno de los dos podría sobrevivir a la separación. Si el deseo ansia consumir, el amor ansia poseer. En cuanto la satisfacción del deseo es colindante con la aniquilación de su objeto, el amor crece con sus adquisiciones y se satisface con su durabilidad. Si el deseo es autodestructivo, el amor se autoperpetúa. Como el deseo, el amor es una amenaza contra su objeto. El deseo destruye su objeto, destruyéndose a sí mismo en el proceso; la misma red protectora que el amor urde amorosamente alrededor de su objeto, lo esclaviza. El amor hace prisionero y pone en custodia al cautivo: arresta para proteger al propio prisionero. El deseo y el amor tienen propósitos opuestos. El amor es una red arrojada sobre la eternidad, el deseo es una estratagema para evitarse el trabajo de urdir esa red. Fiel a su naturaleza, el amor luchará por perpetuar el deseo. El deseo, por su parte, escapará de los grilletes del amor. «Las miradas se encuentran a través de una habitación atestada; se enciende la chispa de la atracción. Conversan, bailan, se ríen, comparten un trago o una broma y, antes de darse cuenta, uno de los dos dice: ‘¿Tu casa o la mía?’. Ninguno de los dos está en busca de una relación seria, pero de alguna manera una noche puede convertirse en una semana, después en un mes, en un año o más tiempo», señala Catherine Jarvie[4]. Ese imprevisible resultado del fogonazo del deseo y de una sola noche para sofocarlo es, según Jarvie, «un punto intermedio entre la libertad de los encuentros ocasionales y la seriedad de una relación importante» (aunque la «seriedad», tal como la propia Jarvie recuerda a sus lectores, no sirve para proteger a una «relación importante» ni impide que esta termine en «dificultades y amarguras» cuando un miembro de la pareja «sigue comprometido con la relación mientras el otro ansia buscar nuevos campos de pastoreo»). Los puntos intermedios —como todos los otros acuerdos «hasta nuevo aviso» dentro de un entorno fluido en el que comprometerse con el futuro es tan imposible como ofensivo— no son necesariamente malos (según la opinión de Jarvie y la doctora Valerie Lamont, una psicóloga colegiada a quien cita en su nota), pero cuando «se comprometa, aun a medias», «recuerde que le está cerrando la puerta a otras posibilidades románticas» (es decir, renunciando al derecho de «buscar nuevos campos de pastoreo», al menos hasta que su pareja reclame primero ese derecho). Una observación aguda, un cálculo sensato: usted se encuentra ante una elección. Elige el amor o elige el deseo. Más observaciones agudas: sus miradas se cruzan a través de la habitación y antes de darse cuenta… El deseo de compartir la cama brota de la nada, y no necesita golpear muchas veces a la puerta para que lo dejen entrar. Aunque no es una característica común de nuestro mundo obsesionado por la seguridad, esas puertas tienen pocos cerrojos, o ninguno. Nada de circuito cerrado de televisión para estudiar detalladamente a los intrusos y distinguir a los perversos merodeadores de los visitantes de buena fe. Simplemente, comprobar la compatibilidad de los signos del zodíaco (como ocurre en los comerciales de una marca de teléfonos móviles) será suficiente. Tal vez decir «deseo» sea demasiado. Como en los shoppings: los compradores de hoy no compran para satisfacer su deseo, como lo ha expresado Harvey Ferguson, sino que compran por ganas. Lleva tiempo (un tiempo insoportablemente largo según los parámetros de una cultura que aborrece la procrastinación y promueve en cambio la «satisfacción instantánea») sembrar, cultivar y alimentar el deseo. El deseo necesita tiempo para germinar, crecer y madurar. A medida que el «largo plazo» se hace cada vez más corto, la velocidad con que madura el deseo, no obstante, se resiste con terquedad a la aceleración; el tiempo necesario para recoger los beneficios de la inversión realizada en el cultivo del deseo parece cada vez más largo, irritante e insoportablemente largo. A los gerentes de los shoppings, los accionistas no les han dado ese tiempo, pero tampoco quieren dejar que la decisión de compra sea determinada por motivos que surgen y maduran arbitrariamente, ni abandonar su cultivo en las manos inexpertas y poco confiables de los compradores. Todos los motivos necesarios para que los compradores compren deben surgir de inmediato, mientras caminan por el centro de compras. Y también deben morir de inmediato (gracias a un suicidio asistido, en la mayoría de los casos), una vez que han cumplido su cometido. Su expectativa de vida se reduce al tiempo que le lleva a los compradores recorrer el shopping desde la entrada hasta la salida. En nuestros días, los centros de compras suelen ser diseñados teniendo en cuenta la rápida aparición y la veloz extinción de las ganas, y no considerando el engorroso y lento cultivo y maduración del deseo. El único deseo que debe emanar de una visita al centro de compras es el de repetir, una y otra vez, el jubiloso momento en que uno “se deja llevar” y permite que su propio anhelo dirija la escena sin ningún libreto prefijado. La breve expectativa de vida de las ganas es una de sus mayores ventajas, que le confiere superioridad sobre los deseos. Rendirse a las propias ganas, en vez de seguir un deseo, es algo momentáneo, que infunde la esperanza de que no habrá consecuencias duraderas que puedan impedir otros momentos semejantes de jubiloso éxtasis. En el caso de las parejas, y especialmente de las parejas sexuales, satisfacer las ganas en vez de un deseo implica dejar la puerta abierta “a otras posibilidades románticas” que, tal como sugiere la doctora Lamont y reflexiona Catherine Jarvie, pueden ser “más satisfactorias y plenas”. Como los actos nacidos de las ganas ya han sido profundamente implantados por los enormes poderes del mercado de consumo, seguir un deseo parece conducirnos, de manera incómoda, lenta y perturbadora, hacia el compromiso amoroso. En su versión ortodoxa, el deseo necesita atención y preparativos, ya que involucra largos cuidados, complejas negociaciones sin resolución definitiva, algunas elecciones difíciles y algunos compromisos penosos, pero peor aún, implica también una demora de la satisfacción, que es sin duda el sacrificio más aborrecido en nuestro mundo entregado a la velocidad y la aceleración. En su radicalizada, reducida y sobre todo compacta encarnación en las ganas, el deseo ha perdido casi todos esos atributos desalentadores, concentrándose más exclusivamente en el objetivo. Como lo expresaban las publicidades que anunciaban la novedad de las tarjetas de crédito, ahora es posible concretar “el deseo sin demora”. Cuando la relación está inspirada por las ganas (“las miradas se encuentran a través de una habitación atestada”), sigue la pauta del consumo y sólo requiere la destreza de un consumidor promedio, moderadamente experimentado. Al igual que otros productos, la relación es para consumo inmediato (no requiere una preparación adicional ni prolongada) y para uso único, “sin perjuicios”. Primordial y fundamentalmente, es descartable. Si resultan defectuosos o no son “plenamente satisfactorios”, los productos pueden cambiarse por otros, que se suponen más satisfactorios, aun cuando no se haya ofrecido un servicio de posventa y la transacción no haya incluido la garantía de devolución del dinero. Pero aun en el caso de que el producto cumpla con lo prometido, ningún producto es de uso extendido: después de todo, autos, computadoras o teléfonos celulares perfectamente usables y que funcionan relativamente bien van a|engrosar la pila de desechos ion pocos o ningún escrúpulo en el momento en que sus “versiones nuevas y mejoradas” aparecen en el mercado y se convierten en comidilla de todo el mundo. ¿Acaso hay una razón para que las relie iones de pareja sean una excepción a la regla? Las promesas de compromiso, escribe Adrienne Burgess, “no significan nada a largo plazo”[5]. Y prosigue con esta explicación: “El compromiso es resultado de otras cosas: del grado de satisfacción que nos provoca la relación, de si vemos para ella una alternativa viable, y de si la posibilidad de abandonarla nos causará la pérdida de alguna inversión importante (tiempo, dinero, propiedades compartidas, hijos)”. Pero estos factores “tienen altibajos, al igual que los sentimientos de compromiso de las personas”, según Caryl Rusbult, una “experta en relaciones” de la Universidad de Carolina del Norte. Un verdadero dilema: usted es reticente a cortar por lo sano y reducir sus pérdidas, pero aborrece despilfarrar su dinero. Una relación, le dirán los expertos, es una inversión como cualquier otra: usted le dedica tiempo, dinero, esfuerzos que hubiera podido destinar a otros propósitos, pero que no destinó esperando hacer lo correcto, y lo que usted perdió o eligió no disfrutar se le devolverá en su momento, con ganancias. Usted compra acciones y las conserva durante todo el tiempo que prometen aumentar su valor, y las vende rápidamente cuando las ganancias empiezan a disminuir o cuando otras acciones prometen un ingreso mayor (el asunto es no pasar por alto el momento adecuado). Si usted invierte en una relación, el provecho que espera de ella es en primer lugar seguridad, en sus diversos sentidos: la cercanía de una mano que ofrezca ayuda en el momento en que más la necesite, que ofrezca socorro en el dolor, compañía en la soledad, que ayude cuando hay problemas, que consuele en la derrota y aplauda en las victorias; y que también ofrezca una pronta gratificación. Pero escuche esta advertencia: las promesas de compromiso en una relación, una vez establecida, “no significan nada a largo plazo”. Por supuesto, una relación es una inversión como cualquier otra, ¿y a quién se le ocurriría exigir un juramento de lealtad a las acciones que acaba de comprarle al agente de bolsa? ¿Jurar que será semper fidelis, en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, “hasta que la muerte nos separe”? ¿No mirar nunca hacia otro lado, donde (¿quién sabe?) otros premios nos esperan? Los tenedores de acciones que valen la pena (y atención: los tenedores de acciones sólo tienen acciones, y uno siempre puede soltar lo que tiene) leen cada mañana en primer lugar las páginas del diario dedicadas a la bolsa para descubrir si es el momento de seguir conservándolas o de venderlas. Y lo mismo vale para las relaciones. Sólo que en ese caso no existe la bolsa y nadie hará por usted el trabajo de evaluar las probabilidades (a menos que contrate un consejero experto, del mismo modo que contrata un agente de bolsa experto o un contador, aunque en el caso de las relaciones, innumerables programas testimoniales y “dramas de la vida real” intentan hoy ocupar el lugar del asesor experto). De modo que usted tiene que hacerlo, cada día, por sí solo. Si comete un error, se le negará el consuelo de echarle la culpa al hecho de haber sido erróneamente informado. Deberá estar constantemente alerta. ¡Pobre de usted si duerme una siesta o baja la guardia! «Estar en una relación» significa un montón de dolores de cabeza, pero sobre todo una perpetua incertidumbre. Uno nunca puede estar verdadera y plenamente seguro de lo que debe hacer, y jamás tendrá la certeza de que ha hecho lo correcto o de que lo ha hecho en el momento adecuado. Parece que el dilema no tiene solución. Y peor aún, parece, plantearnos una paradoja absolutamente injusta: la relación no sólo no cumple en satisfacer una necesidad, tal como se esperaba de ella, sino que además convierte esa necesidad en algo aún más irritante y enloquecedor. Usted buscó esa relación con la esperanza de mitigar la inseguridad que lo acosaba en soledad, pero la terapia sólo ha servido para agudizar los síntomas, y tal vez ahora usted se siente menos seguro que antes, aun cuando la “nueva y agravada” inseguridad emana de otra parte. Si usted pensaba que los intereses de su inversión en la compañía serían pagados con la moneda de la seguridad, evidentemente ha actuado sobre la base de presupuestos equivocados. Esto es un problema, y un problema grave, pero allí no termina el tema. Comprometerse con una relación que “no significa nada a largo plazo” (¡y de esto son conscientes ambas partes!) es una espada de doble filo. Eso deja librado a su cálculo y decisión la posesión o el abandono de la inversión, pero no hay motivo para suponer que su pareja, si lo desea, no ejercerá a discreción el mismo derecho, y que no estará libre para hacerlo cuando a él o a ella se le antoje. La conciencia de ese hecho aumenta aún más su inseguridad, y ese aumento es lo más insoportable de todo: a diferencia del caso en que usted mismo decide si “lo toma o lo deja”, no está en su poder impedir que su pareja opte por romper el acuerdo. Sí puede hacer pequeñas cosas para inclinar a su favor la decisión de su pareja. Para el otro, usted representa acciones a vender o pérdida con la que se debe terminar, y nadie consulta a las acciones antes de devolverlas al mercado, o a las pérdidas en el momento que se producen. Considerar una relación como una transacción comercial no es, en ningún aspecto, una cura para el insomnio. La inversión hecha en la relación es siempre insegura y está condenada a seguir siéndolo aunque uno desee otra cosa: es un dolor de cabeza y no un remedio. Mientras las relaciones se consideren inversiones provechosas, garantías de seguridad y solución de sus problemas, usted estará sometido al mismo azar que cuando se tira al aire una moneda. La soledad provoca inseguridad, pero las relaciones no parecen provocar algo muy diferente. En una relación, usted puede sentirse tan inseguro como si no tuviera ninguna, o peor aún. Sólo cambian los nombres que pueda darle a su ansiedad. Si no existe una buena solución para un dilema, si ninguna de las actitudes sensatas y efectivas nos acercan a la solución, las personas tienden a comportarse irracionalmente, haciendo más complejo el problema y tornando su resolución menos plausible. Tal como concluye Christopher Clulow, del Instituto Tavistock de Estudios Maritales, otro experto en relaciones citado por Adrienne Burgess: «Cuando los amantes se sienten inseguros, tienden a comportarse de manera poco constructiva, tratando de complacer o de controlar, e incluso con agresiones físicas: todas ellas actitudes que ahuyentan aún más a la pareja». Una vez que se filtra la inseguridad, la navegación no es más segura, estable ni reflexiva. Sin timón, la frágil balsa de la relación se bambolea entre los dos peñascos de mala fama, contra los que muchas relaciones naufragan: la sumisión total y el poder absoluto, la sumisa aceptación y la conquista arrogante, borrando así tanto la autonomía propia como la de la pareja. Chocar contra una de ambas rocas haría naufragar incluso a un barco de buen tamaño con tripulantes veteranos, y hasta una balsa timoneada por un marino inexperto que, por haber crecido en la época de las piezas de repuesto, nunca tuvo la oportunidad de aprender el arte de reparar los daños. Ningún marino de hoy perdería el tiempo reparando la parte que ya no sirve para navegar, sino que más bien la reemplazaría con una pieza de repuesto. Pero en la balsa de una relación no hay piezas de repuesto. El fracaso de una relación es con frecuencia un fracaso de comunicación. Tal como observó Knud Lógstrup —primero, el amable evangelista de la parroquia de Funen y, más tarde, el filósofo ético con voz de clarín de la Universidad de Aarhus—, hay «dos perversiones divergentes» que esperan, emboscadas, al comunicador desprevenido o irreflexivo[6]. Una es «la clase de asociación que, debido a la pereza, el miedo a la gente o una propensión por las relaciones cómodas, consiste simplemente en tratar de complacer al otro evitando siempre el tema. Con la posible excepción de una causa común contra un tercero, no hay nada que promueva tanto una relación cómoda como la mutua adulación». Otra perversión consiste en «querer cambiar a la gente. Tenemos opiniones definidas acerca de cómo hacer las cosas y de cómo deberían ser los otros. Estas opiniones carecen de comprensión, porque cuanto más definitivas son las opiniones, tanto más necesario es que no nos distraigamos comprendiendo demasiado a los que queremos cambiar». El problema es que ambas perversiones suelen ser hijas del amor. La primera perversión puede ser resultado de mi deseo de comodidad y paz, tal como sugiere Lógstrup. Pero también puede ser —y suele ser así— producto de mi amoroso respeto por el otro: te amo, y por eso te dejo ser como eres y como quieres ser, por más que dude de la sabiduría de tu elección. A pesar del daño que tu obstinación pueda causarte, no me atrevo a contradecirte, para que no te veas obligado a elegir entre tu libertad y mi amor. Puedes contar con mi aprobación, pase lo que pase… Y como el amor sólo puede ser posesivo, mi generosidad amorosa está asistida por la esperanza: este cheque en blanco es un don de mi amor, un don precioso que no se encuentra en otra parte. Mi amor es ese tranquilo refugio que buscabas y que necesitabas aunque no lo buscaras. Ahora puedes descansar y dejar de buscar… Es la posesividad del amor en acción, pero una clase de posesividad que se manifiesta en la contención y el autodominio. La segunda perversión es la de la posesividad del amor dejada en libertad sin ninguna restricción. El amor es una de las respuestas paliativas a la bendición/maldición de la individualidad humana, uno de cuyos atributos es la soledad que provoca la condición de estar separado del resto (tal como sugiere Erich Fromm[7] , los humanos de todas las épocas y culturas se enfrentan con la respuesta a la misma pregunta: la que plantea cómo superar la separación, cómo lograr la unión, cómo trascender la propia vida individual y encontrarse «siendo uno con otros»). Todo amor está teñido del impulso antropofágico. Todos los amantes quieren dominar, extirpar y limpiar la irritante alteridad que los separa del amado; la separación del amado es el miedo más intenso del amante, y muchos amantes llegan a cualquier extremo por exterminar de una vez por todas al espectro de la despedida. ¿Y qué mejor medio de alcanzar ese objetivo que convertir al amado en parte inseparable del amante? Adonde vayas, yo voy; lo que hagas, lo hago; lo que yo acepte, tú lo aceptas; lo que yo aborrezca, lo aborrecerás tú. Si no puedes ser mi gemelo siamés… ¡sé mi clon! La segunda perversión tiene también otra raíz, que se hunde en la adoración del amante por el amado. En su introducción a la colección de textos que lleva como título Philosphies of Love[8] David L. Norton y Mary F. Kille relatan la historia de un hombre que invitó a cenar a sus amigos para que conocieran a «la perfecta encarnación de la Belleza, la Virtud, la Sabiduría y la Gracia, en suma, a la mujer más adorable del mundo»; más tarde, ese mismo día, ante la mesa del restaurante, los amigos invitados «se esforzaron por ocultar su asombro»: ¿era esta «la criatura cuya belleza obnubilaba la de Venus, Elena y lady Hamilton?». A veces resulta difícil distinguir la adoración del amado de la adoración a uno mismo; se puede atisbar el rastro de un ego expansivo pero inseguro, desesperado por confirmar sus inciertos méritos por medio de su reflejo en el espejo o, mejor aún, de un adulador retrato, laboriosamente retocado. ¿No es cierto, acaso, que algo de mi valor único se le ha contagiado a la persona que yo (repito: que yo mismo, ejerciendo mi soberana voluntad y capacidad) he elegido, la que he elegido entre la multitud de personas comunes y corrientes para que sea mi —sólo mi— compañera? En el deslumbrante brillo de la elegida, mi propia incandescencia encuentra su reflejo centelleante. Eso aumenta mi gloria, la confirma y la respalda, transmite la noticia y la prueba de mi gloria a cualquier parte donde vaya. ¿Pero puedo estar seguro? Lo estaría, si no fuera por las dudas que hacen sonar sus grilletes en el oscuro calabozo de lo no-pensado, donde las encerré con la vana esperanza de no volver a oír jamás de ellas. Reparos, recelos, la aprensión de que la virtud pueda ser defectuosa y la gloria pura fantasía… de que la distancia entre yo tal como soy y el yo verdadero que pugna por salir, pero que aún no lo ha logrado todavía, debe ser franqueada, y eso es algo muy difícil. Mi amada podría ser una tela donde pintar mi perfección en toda su magnificencia y esplendor, ¿pero no aparecerán también manchas y borrones? Para limpiarlos, o para ocultarlos en caso de que estén muy adheridos y sea imposible eliminarlos, hay que limpiar y preparar el lienzo antes de empezar a pintar, y luego estar muy atento para asegurarse de que los rastros de la antigua imperfección no emergerán de su escondite bajo sucesivas capas de pintura. Cada momento de descanso tiene un precio, hay que restaurar y repintar sin descanso… Ese esfuerzo infinito también es una labor amorosa. El amor estalla de energía creativa; una y otra vez esa energía se libera a través de una explosión o de un flujo constante de destrucción. Mientras tanto, la persona amada se ha convertido en una tela. Preferentemente, una tela en blanco. Sus colores naturales se han desteñido, de modo de no alterar o desfigurar el retrato del pintor. El pintor no necesita preguntarse cómo se siente la tela allá abajo, sosteniendo toda esa pintura. Las telas de lienzo no hablan. Pero las telas humanas a veces pueden hacerlo. Puede ser un flechazo, amor a primera vista, pero debe transcurrir un tiempo, breve o prolongado, entre la pregunta y la respuesta, entre la propuesta y su aceptación. El tiempo que transcurre nunca es tan breve como para permitir que la persona que pregunta y la persona que responde sigan siendo, en el momento de la respuesta, los mismos seres que en el momento en que se formuló la pregunta. Tal como lo expresa Franz Rosenzweig, «inevitablemente, la respuesta es pronunciada por otra persona diferente de la que fue interrogada, y está dirigida a otra que ya no es la misma que la formuló. Es imposible conocer la profundidad de esos cambios»[9]. Formular la pregunta, esperar la respuesta, recibir la pregunta, debatirse con la respuesta: eso provoca el cambio. Ambas partes sabían que el cambio se avecinaba, y ambos lo recibieron con beneplácito. Se arrojaron de cabeza en esas aguas desconocidas; la oportunidad de lanzarse a la aventura de lo desconocido y lo impredecible fue para ellos el atractivo más grande del amor. «El primer alivio de la tensión en el juego brujo del amor se produce usualmente cuando los amantes se llaman por primera vez por el nombre de pila. Este acto representa la solitaria promesa de que el ayer de los dos individuos se incorporará a su presente». Y — quiero agregar— representa también la promesa de que ambos están dispuestos a incorporar un futuro compartido a su presente a medias compartido y a medias separado. El mañana siguiente a esa incorporación diferirá del hoy —tiene que diferir— del mismo modo que difiere del ayer. John se convertirá en John y Mary, Mary se convertirá en Mary y John. Odo Marquard señaló, no de manera necesariamente irónica, el parentesco etimológico que existe entre zwei y Zweifel —«dos» y «duda»— y sugirió que la relación entre ambos trascendía la mera aliteración. Cuando hay dos, no hay certezas, y cuando se reconoce al otro como a un «segundo» por derecho propio, como a un segundo soberano, no una simple extensión, o un eco, o un instrumento o un subordinado mío, se admite y se acepta esa incertidumbre. Ser dos significa aceptar un futuro indeterminado. Franz Kafka observó que estamos doblemente separados de Dios. Haber comido del árbol del conocimiento nos separa a nosotros de Él, mientras que el hecho de no haber comido del árbol de la vida lo separa a Él de nosotros. Él (la eternidad en la que todos los seres y sus actos están abarcados, en la que todo lo que puede ser es y todo lo que puede suceder sucede) está cerrado para nosotros, destinado a seguir siendo un secreto, para siempre, más allá de toda comprensión. Pero lo sabemos, y ese conocimiento no nos da descanso. Desde el fallido intento de construir la Torre de Babel no podemos dejar de intentar y errar y fracasar y volver a intentar. ¿Intentar qué? Intentar negar esa separación, negar la negativa de nuestro derecho al fruto del árbol de la vida. Seguir intentando y fracasando en cada intento es humano, demasiado humano. Si la alteridad, tal como repite Levinas, es el misterio último, lo absolutamente desconocido y completamente impenetrable, no puede significar más que una ofensa y un desafío; precisamente por ser algo divino, prohíbe el acceso, impide la entrada, es inalcanzable. Pero (tal como Rosenzweig nos recuerda) «lo ilimitado no puede alcanzarse por medio de la organización […]. Las cosas más elevadas no pueden planearse: hay que estar permanente dispuestos». ¿Dispuestos a qué? «El habla está condicionada por el tiempo y nutrida por él… No sabe anticipadamente dónde va a terminar. Depende de otros. De hecho, vive gracias a la vida de otro… En la conversación real algo ocurre». Rosenzweig explica quién es ese «otro» de cuya vida vive el lenguaje para que algo ocurra en la conversación: ese «otro» «es siempre un alguien definido» que «no sólo tiene oídos, como ‘todo el mundo’, sino también una boca». Y eso es exactamente lo que hace el amor: arranca a otro entre «todo el mundo», y por medio de ese acto convierte al otro en «un alguien bien definido», alguien con una boca a la que escuchar, alguien con quien conversar para que algo pueda ocurrir. ¿Y qué es ese «algo»? El amor implica dejar en suspenso la respuesta, o abstenerse de formular la pregunta. Convertir a otro en un alguien definido significa convertir en indefinido al futuro. Significa estar de acuerdo con la indefinición del futuro. Aceptar vivir una vida, desde la concepción hasta la muerte, en el único sitio asignado a los humanos: el vacío que se extiende entre la finitud de sus acciones y la infinitud de sus propósitos y consecuencias. Las «relaciones de bolsillo», explica Catherine Jarvie, comentando las opiniones de Gillian Walton de London Marriage Guidance[10], se denominan así porque uno se las guarda en el bolsillo para poder sacarlas cuando le hagan falta. Una relación de bolsillo exitosa es agradable y breve, dice Jarvie. Podemos suponer que es agradable porque es breve, y que resulta agradable precisamente debido a que uno es cómodamente consciente de que no tiene que hacer grandes esfuerzos para que siga siendo agradable durante más tiempo: de hecho, uno no necesita hacer nada en absoluto para disfrutar de ella. Una «relación de bolsillo» es la encarnación de lo instantáneo y lo descartable. Pero su relación no adquirirá, esas maravillosas cualidades si no se han cumplido previamente ciertas condiciones. Adviértase que es usted quien debe satisfacer esas condiciones, y ese es indudablemente otro punto a favor de la «relación de bolsillo», ya que su éxito depende de usted y sólo de usted; por lo tanto, es sólo usted quien ejerce el control, y seguirá ejerciendo el control a lo largo de la corta vida de la «relación de bolsillo». Primera condición: debe embarcarse en la relación con total conciencia y claridad. Recuerde, nada de «amor a primera vista». Nada de enamorarse… Nada de esas súbitas mareas de emoción que lo dejan sin aliento: nada de esas emociones que llamamos «amor» ni de esas a las que sobriamente denominamos «deseo». Usted no debe permitir que ninguna emoción lo embargue ni conmueva, y sobre todo, no debe permitir que nadie le arrebate la calculadora de la mano. Y no se deje confundir con respecto a la relación en la que está por embarcarse, en cuanto a lo que no es y nunca será. La conveniencia es lo único que cuenta, y la conveniencia debe evaluarse con la mente clara, y no con un corazón cálido (por no hablar de un corazón ardiente). Cuanto más pequeño sea su préstamo hipotecario, tanto menos inseguro se sentirá cuando se vea expuesto a las fluctuaciones del futuro mercado inmobiliario; cuanto menos invierta en la relación, tanto menos inseguro se sentirá cuando se vea expuesto a las fluctuaciones de sus propias emociones futuras. Segunda condición: mantenga las cosas en ese estado, recuerde que la conveniencia necesita poco tiempo para convertirse en su opuesto. Así que no permita que la relación se escape de la supervisión de su cabeza, ni que desarrolle su propia lógica, ni — especialmente— que ocupe otros territorios, saliéndose de su bolsillo, que es adonde pertenece. Esté alerta. No baje nunca la guardia. Vigile cuidadosamente hasta la más mínima alteración de lo que Jarvie denomina «las clandestinas corrientes emocionales» (obviamente, las emociones tienden a convertirse en clandestinas cuando ya no están sujetas al cálculo). Si advierte que aparece algo que no negoció y que no le interesa, ha «llegado el momento de seguir viaje». Si viaja con cautela, evitará el hastío de la llegada. El tráfico es lo que le depara el placer. De modo que mantenga su bolsillo vacío y dispuesto. Muy pronto necesitará poner algo allí y —cruce los dedos— lo hará… Vale la pena leer cada semana la sección «Espíritu de las relaciones» del Guardian Weekend, pero es mejor aún leerla varias semanas seguidas. Cada semana, esta sección ofrece consejos acerca de cómo proceder al enfrentar un «problema» que se supone que todos los hombres y mujeres (especialmente los lectores del Guardian) deberán enfrentar en algún momento. Cada semana, un problema; pero en una serie de semanas sucesivas, el lector atento puede adquirir mucho más que ciertas específicas destrezas de política de vida que le pueden resultar útiles en determinadas situaciones para resolver ciertos problemas específicos. En realidad, puede adquirir destrezas que, una vez combinadas, pueden contribuir a crear la clase de situaciones para las que esas mismas destrezas han sido concebidas y a localizar los problemas que deben resolver. Un lector regular y dedicado, dotado de una memoria que abarque más de una semana, puede dibujar y completar un mapa completo de la vida en el que tienden a aparecer los «problemas», registrar el inventario completo de los «problemas» y formarse una opinión acerca de la frecuencia relativa o la rareza de cada aparición. En un mundo en el que la gravedad de las cosas o los acontecimientos sólo se representa por medio de números, por lo cual sólo puede percibirse de esa manera (el impacto del éxito según el número de discos vendidos, el de un acontecimiento público o representación según el número de televidentes, el de una figura pública según el número de personas que asiste a su velorio, el de los intelectuales según el número de veces que son citados o mencionados), la frecuencia con que ciertos «problemas» aparecen en la columna, bajo diversas formas, semana tras semana, es todo el testimonio que uno necesita para advertir su relevancia en una vida exitosa y, por lo tanto, la importancia de las destrezas que uno desarrolle para resolverlos. Por lo tanto, en lo referido a las relaciones tal como se las ve a través del prisma de la columna «Espíritu de las relaciones», ¿qué puede aprender un lector leal acerca de la importancia relativa de las cosas y de las técnicas con las cuales debemos manejarlas? El lector puede enterarse de algunos datos útiles con respecto a los sitios en los que pueden hallarse parejas potenciales en mayor cantidad que la usual, y acerca de las situaciones en las que, una vez encontradas, esas personas podrán más probablemente ser convencidas de que deben asumir el rol de pareja. Y el lector sin duda se enterará de que establecer una relación es un «problema», es decir, que ofrece una dificultad que provoca confusión y una tensión poco agradable que, para disiparse, requerirá cierta cantidad de conocimiento y oficio. Y eso se aprende sin necesidad de largos y complejos estudios, tan sólo siguiendo con regularidad, semana tras semana, la versión sobre el espíritu de las relaciones del Guardian Weekend. Sin embargo, esta no será la enseñanza fundamental que recibirá y adoptará el lector regular con respecto a su visión y política de vida. El arte de romper las relaciones y salir ileso de ellas, con pocas heridas profundas y sin cuidados especiales que eviten los «daños colaterales» (como el alejamiento de los amigos, o grupos en los que uno ya no será bienvenido o que debería evitar), supera ampliamente al arte de componer las relaciones, ya que ocupa mucho más espacio en la publicación. Parece como si Richard Baxter, el feroz profeta puritano, fuera en cambio el profeta de una estrategia de vida adecuada para la moderna era líquida, y dijera de las relaciones lo mismo que dijo acerca de la adquisición y el cuidado de los bienes externos: que “deben pesar sobre los hombros como un abrigo ligero, que puede dejarse de lado en cualquier momento”, y que uno debe preocuparse más que nada de que no se conviertan, inadvertida y subrepticiamente, en “una coraza de acero”… “No se llevarán sus riquezas a la tumba”, advirtió el profeta-santo Baxter a su grey, apelando al sentido común de la gente que vivía su vida como si estuviera al servicio de la vida eterna, en el más allá. Usted no se llevará sus relaciones al próximo episodio, advertiría a sus clientes el experto consejero Baxter, al unísono con las premoniciones, que se han vuelto certezas, de la gente que aprendió después del hecho, y cuyas vidas han sido divididas en episodios vividos como si estuvieran al servicio de los episodios por venir. Es probable que su relación se rompa mucho antes de que el episodio termine. Pero si no se rompe, difícilmente haya otro episodio. Ningún otro episodio para saborear y disfrutar. El rating asombrosamente exitoso de EastEnders[11] expresa un mensaje aparentemente diferente… El público hechizado/adicto aumenta cada vez más, al igual que la confianza y seguridad de los guionistas, los productores y los actores. La telenovela parece haber acertado en algo que otras comedias pasaron por alto o trataron de alcanzar infructuosamente. ¿Cuál es su secreto? Casi todas las relaciones que establecen los personajes de EastEnders resultan para los espectadores tan frágiles como las otras que conocen, ya sea de primera mano por sus propias frustraciones o a través de los relatos de advertencia de las frustraciones de otros (incluyendo los mensajes que proceden de la columna del “Espíritu de las relaciones”). Casi ninguno de los vínculos establecidos por los protagonistas de EastEnders ha sobrevivido más de unos pocos meses —algunos apenas semanas—, y entre las relaciones fenecidas han sido escasas y aisladas las que terminaron por “causas naturales”. Un espectador con buena memoria consideraría al Square un cementerio de las relaciones humanas… Establecer relaciones al estilo EastEnders no es nada fácil. Requiere bastante esfuerzo y una destreza considerable, de la que muchos desafortunados personajes carecen y que es innata en muy pocos (aunque a veces también les hace falta un golpe de suerte, circunstancia notoria por su injusta distribución). Los problemas no terminan cuando las parejas se van a vivir juntas. Las habitaciones compartidas pueden ser sede de muchos jolgorios divertidos, pero nunca un entorno de seguridad y descanso. Algunas son escenarios para crueles dramas, con escaramuzas verbales que pueden llegar hasta los puñetazos y (si la pareja no se separa antes de que las cosas lleguen a ese punto) convertirse en eventualmente hostilidades en gran escala que apuntan hacia un desenlace que se aproxima al de Perros de la calle. Las elaboradas ceremonias de matrimonio no ayudan; las noches exclusivamente de hombres o de mujeres solas no ponen fin a lo Desconocido, lleno de riesgos y accidentes, y las bodas no son nuevos principios que conducen a la pareja a “algo completamente diferente”, sólo son breves descansos dentro de un drama sin guión. La relación de pareja no es más que una coalición de “intereses confluentes”, y en el fluido mundo de EastEnders la gente va y viene, las oportunidades llaman a la puerta y desaparecen otra vez poco después de que las han dejado entrar, las fortunas ascienden y declinan y las coaliciones tienden a ser flotantes, flexibles y frágiles. La gente busca pareja y “establece relaciones” para evitar las tribulaciones de la fragilidad, sólo para descubrir que esa fragilidad resulta aún más penosa que antes. Lo que se esperaba y pretendía que fuera un refugio (tal vez el refugio) contra la fragilidad demuestra ser una y otra vez su caldo de cultivo… Millones de seguidores y adictos de EastEnders ven la televisión y asienten. Sí, sabemos todo eso, lo hemos visto, lo hemos vivido. Lo que hemos aprendido duramente es que el haber sido abandonado a la propia compañía, sin nadie con quien contar para que nos acaricie, nos consuele y nos dé una mano, es atemorizante y espantoso, pero que nunca nadie se siente más solo y abandonado que cuando lucha por asegurarse de que realmente hay alguien con quien pueda contar hoy y pasado mañana para que haga todo eso en el caso de que la rueda de la fortuna gire en sentido adverso. Los resultados de esa lucha son impredecibles, y la lucha misma tiene su precio. Exige diarios sacrificios. No pasa un solo día sin una escaramuza o un enfrentamiento. Esperar hasta que la bondad oculta (como usted desea fervientemente y, por lo tanto, cree apasionadamente) en lo profundo de su pareja elegida se abra paso a través de la maligna coraza y se revele puede llevar mucho más tiempo que el que usted puede soportar. Y mientras espera hay mucho dolor, lágrimas vertidas y sangre derramada… Los episodios de EastEnders son tres repeticiones semanales de sabiduría de vida cotidiana. Funcionan como regulares y confiables confirmaciones para los inseguros: sí, esta es tu vida, y la verdad sobre la vida de otros como tú. No sientas pánico, tómala como viene, y no te olvides por un momento de que así será, seguro que así será. Nadie dice que convertir a alguien en tu compañero de destino sea fácil, pero no hay otra alternativa que intentarlo, e intentarlo y volver a intentarlo. Sin embargo, este no es el único mensaje que EastEnders transmite claramente tres veces por semana y gracias al cual se ha convertido en una cita imperdible para tantas personas. También tiene otro mensaje. En caso de que usted lo haya olvidado, existe una segunda línea de defensa contra los caprichos de la errática fortuna y las sorpresas que el insensible mundo tiene guardadas en la manga. Las trincheras ya fueron excavadas antes de que usted empezara a cavar las suyas; las trincheras están esperando que usted simplemente se zambulla en ellas. Nadie le hará preguntas, nadie le preguntará qué ha hecho usted para ganarse el derecho de pedir refugio y ayuda. Haya hecho lo que hubiere hecho, nadie le impedirá la entrada. Existen los Butcher, los Mitchell, los Slater. Clanes a los que usted por azar pertenece, sin tener que pedir permiso de admisión. No necesita hacer nada para convertirse «en uno de ellos». Aunque tampoco puede hacer gran cosa para dejar de ser uno de ellos. Si usted llegara a olvidarse de esas sencillas verdades, ellos se encargarían inmediatamente de recordárselas. Así usted se encuentra atrapado en un doble vínculo. A menos que usted prefiera ser uno de esos excepcionalmente inescrupulosos, rebeldes, aventureros o psicóticos canallas y parias «naturales» que muy pronto estarán ocultos, atropellados por un auto, expulsados por los vecinos, encerrados en la cárcel —o que usarán otros escapes semejantes para desaparecer de Albert Square—, sin duda querrá usar las dos anclas que la vida le ha dado para echar amarras en compañía de otros. Usted deseará aferrarse a la pareja de su elección y al clan que el destino ha elegido para usted. Aunque eso tal vez no sea fácil, como disfrutar del calor de una chimenea y del placer de nadar en el mar al mismo tiempo. Los sinuosos caminos elegidos por los personajes de Albert Square describen clara y gráficamente todos los obstáculos que entorpecen su avance, y esa es otra razón para no perderse sus hazañas ni uno solo de los tres episodios semanales. En ellos uno ve algo que siempre ha sentido: que es el único eslabón que conecta a la pareja a la que ama y por la que desea ser amado con el clan familiar al que pertenece, al que desea pertenecer y que, a su vez, también le exige pertenencia y obediencia. Y, de ese modo, uno es por cierto «el eslabón más débil», el que más sufre el tironeo entre ambas partes. La guerra de desgaste, que hierve a fuego lento y a veces desborda, cuyas primeras víctimas son aquellos que sueñan con una reconciliación, alcanzó su culminación dramática —por cierto, se elevó a la altura de la tragedia de Antígona— con el juicio de Little Mo[12], la versión actualizada de la inmortal obra de Sófocles y la inmortal historia que esa obra registró… Dice Antígona: «Mas yo no hubiera hecho lo prohibido / Por ningún esposo y por ningún hijo. / ¿Para qué? Podría haber tenido otro esposo / y con él otros hijos, de haber perdido alguno; / pero, perdidos padre y madre, ¿dónde encontraría yo / otro hermano?». Perder un esposo no es el final del camino. Los esposos, incluso en la antigua Grecia (aunque no tanto como para los contemporáneos de Little Mo), son temporarios; perderlos es sin duda doloroso, pero curable. La pérdida de los padres, por el contrario, es irrevocable. ¿Eso basta para que el deber hacia la familia anule lo que se le debe al esposo? Tal vez un cálculo tan sobrio no bastaría, si no fuera por otra razón: las exigencias procedentes de un compañero elegido, un compañero de viaje temporario y en principio reemplazable, no tienen tanto peso como las exigencias que llegan de las profundidades del insondable e inescrutable pasado: «Esa orden no vino de Dios. La justicia que mora con los dioses allá abajo no conoce esa ley. / No creo que tus edictos tengan tanta fuerza / como para anular las inalterables leyes no escritas / de Dios y el cielo, ya que sólo eres un hombre. / Esas no son de ayer ni hoy, sino eternas, / aunque no podamos decir de dónde es que salieron». En este punto, diríamos, los caminos de Antígona y Little Mo se separan. Por cierto, es difícil que escuchemos a los residentes de Albert Square mencionar a Dios (los pocos que lo hacen desaparecen rápidamente de la saga), ya que están flagrantemente fuera de lugar. Allí, al igual que en muchas otras calles de nuestras ciudades, Deus ha estado por mucho tiempo absconditus, no tiene celular y su teléfono no figura en la guía telefónica; por lo tanto, nadie puede alegar, de manera creíble, que sabe exactamente cómo sonarían Sus instrucciones si fueran audibles. Los derechos de la familia pueden ser más duraderos que el deber hacia la pareja elegida, pero en Al-bert Square nadie parece recibir la sanción divina. La lamentable situación de Little Mo no está provocada por el temor de Dios. Entonces, ¿en qué sentido —si es que hay alguno— el drama de Little Mo es una repetición de la tragedia de Antígona? En la versión que da Sófocles de la historia de Antígona, el Mensajero sale a escena para resumir el significado del relato, pero también para anticiparse y responder a nuestra pregunta, una pregunta que, a diferencia de lo que ocurre con las palabras empleadas para hacerla comprensible para los espectadores, obviamente no ha envejecido: «¿Qué es la vida del hombre? Algo no determinado / para bien o para mal, ni creado para la culpa o la alabanza. La suerte eleva a un hombre a las alturas, la suerte hace que se hunda / y nadie puede predecir qué será de lo que es». De modo que es el futuro, el aterrador, desconocido e impenetrable futuro (que es, tal como repitió Levinas, el epítome, el parangón, la más completa representación de la «absoluta alteridad»), y no la dignidad del pasado, por venerable que sea, lo que se oculta tras el dilema al que tanto Little Mo como Antígona deben enfrentarse. «Nadie puede predecir qué será de lo que es», pero tampoco nadie puede soportar fácilmente esa imposibilidad. En ese mar de incertidumbre, uno busca salvación en pequeñas islas de seguridad. ¿Una historia que ostenta un pasado más largo tiene más probabilidades de ingresar al futuro, incólume y sin daños, que otra, por cierto «hecha y deshecha por el hombre», que procede flagrantemente «de ayer o de hoy»? No hay manera de saberlo, pero resulta tentador creer que sí. Hay poco para elegir, de todos modos, en esa interminable, siempre inconclusa y frustrante búsqueda de certeza… Tras escuchar el veredicto adverso del jurado, Little Mo se dirige a su padre y dice: «Lo siento…». En la lengua alemana, la afinidad está caracterizada como el opuesto del parentesco. La «afinidad» es parentesco con reservas… es parentesco pero… (Wahlverwandschaft, equivocadamente traducido como «afinidad electiva», un flagrante pleonasmo, ya que ninguna afinidad puede ser no electiva; sólo el parentesco está pura y simplemente, se quiera o no, predeterminado…). La elección es el factor calificador: transforma el parentesco en afinidad. Sin embargo, también delata la ambición de la afinidad: su intención es ser como el parentesco, tan incondicional, irrevocable e indisoluble como el parentesco (eventualmente, la afinidad se entrelazará con el linaje y se hará indiscernible del resto de la red de parentesco; la afinidad de una generación se convertirá en el parentesco de la siguiente). Pero ni siquiera los matrimonios —contrariamente a la insistencia de los sacerdotes— se realizan en el cielo, y lo que los seres humanos han unido puede ser disuelto por los seres humanos. Por supuesto, nos encantaría que el parentesco estuviera precedido por la elección, pero también que, luego de la elección, el parentesco fuera exactamente lo que ya es: firmemente resistente, duradero, confiable, persistente, indisoluble. Esa es la ambivalencia endémica de toda Wahlverwandschaft, su marca de nacimiento (una peste y un encanto, una bendición y una pesadilla) que no puede borrarse. El acto fundante de la elección es el poder de seducción de la afinidad y su condena. El recuerdo de la elección, su pecado original, está destinado a arrojar una larga sombra y a oscurecer incluso la más brillante unión llamada «afinidad»: la elección, a diferencia del destino del parentesco, es una calle de doble mano. Uno siempre puede echarse atrás, y el conocimiento de esa posibilidad hace aún más desalentadora la tarea de mantener la dirección. La afinidad nace de la elección y el cordón umbilical jamás se corta. A menos que la elección se rehaga a diario y se concreten actos nuevos para confirmarla, la afinidad se marchitará y declinará hasta derrumbarse o desarticularse. La intención de mantener viva la afinidad es presagio de una lucha cotidiana y promesa de una vigilancia sin descanso. Para nosotros, habitantes del moderno mundo líquido que aborrece todo lo sólido y durable, todo lo que no sirve para el uso instantáneo y que implica esfuerzos sin límite, esa perspectiva supera toda capacidad y voluntad de negociación. Establecer un vínculo de afinidad proclama la intención de hacer que ese vínculo sea como el de parentesco, pero también la disposición a pagar el precio del avatar con la dura moneda de la monotonía de lo cotidiano. Cuando esa disposición (o, según el tipo de entrenamiento ofrecido y recibido, la solvencia de los valores) no existe, uno es más proclive a pensarlo dos veces antes de actuar de acuerdo con esa intención. Por lo tanto, vivir juntos («y esperemos para ver cómo funciona y adonde nos conduce eso») adquiere el atractivo del que carecen los vínculos de afinidad. Sus intenciones son modestas, no se hacen promesas, y las declaraciones, cuando existen, no son solemnes, ni están acompañadas por música de cuerdas ni manos enlazadas. Casi nunca hay una congregación como testigo y tampoco ningún plenipotenciario del cielo para consagrar la unión. Uno pide menos, se conforma con menos y, por lo tanto, hay una hipoteca menor para pagar, y el plazo de pago es menos desalentador. Sobre «vivir juntos», el futuro parentesco, deseado o temido, no arroja su oscura sombra. «Vivir juntos» es un porque, no un para qué. Todas las opciones siguen abiertas, y los hechos del pasado no tienen la autoridad necesaria para eliminarlas. Los puentes son inútiles si no cubren toda la distancia entre ambas costas, pero en el «vivir juntos» la otra costa está envuelta en una bruma que nunca se disipa, una bruma que nadie desea disipar y que nadie intenta dispersar. No se sabe qué se verá si la bruma se disipa, y no se sabe si en realidad hay algo oculto bajo la bruma. ¿La otra costa está allí o es tan sólo una fata morgana, una ilusión conjurada por la bruma, un efecto de la imaginación que hace que usted vea formas extrañas en las nubes pasajeras? Vivir juntos puede significar compartir el barco, la mesa del comedor y las literas de los camarotes. Puede significar navegar juntos y compartir las alegrías y las penurias de la travesía. Pero no se trata de cruzar desde una costa hasta otra, por lo que su propósito no es representar a los (ausentes) sólidos puentes. Es posible conservar la bitácora de aventuras pasadas, pero en ella sólo se habrá registrado una somera mención del itinerario y del puerto de destino. La bruma que cubre la otra costa —desconocida, que no figura en los mapas— puede ser delgada y dispersarse, dejando atisbar los contornos de un puerto; se puede decidir navegar hasta él, pero todo eso no está escrito —ni podría escribirse— en el diario de navegación. La afinidad es un puerto que conduce al refugio seguro del parentesco. La unión que implica «vivir juntos» y la unión del parentesco son dos universos diferentes, cada uno con su propio espacio-tiempo, cada uno completo en sí mismo, con sus propias leyes y su propia lógica. Ningún pasaje de uno a otro está trazado de antemano, aunque uno puede, por azar, toparse con la ruta que los comunica. No hay manera de saber, al menos no de manera anticipada, si vivir juntos resultará una ruta pública o una calle sin salida. Es necesario recorrer los días como si esa diferencia no importara, y en cierto modo eso es lo que vuelve irrelevante el «qué es cada cosa». El hecho de que la afinidad ortodoxa haya pasado de moda y ya no se practique ha afectado inevitablemente la situación del parentesco. Al carecer de puentes estables para permitir la afluencia de tránsito, las redes de parentesco no pueden menos que sentirse frágiles y amenazadas. Sus límites son confusos y conflictivos, ya que se disuelven en un terreno que carece de títulos de propiedad y derechos hereditarios, en una tierra de frontera que se convierte a veces en campo de batalla y otras veces en el objeto de luchas judiciales no menos crueles. Las redes de parentesco ya no pueden estar seguras de sus posibilidades de supervivencia, por no hablar de calcular sus propias expectativas de vida. Esa fragilidad las torna aún más preciosas. Se han vuelto frágiles, sutiles, delicadas; inspiran sentimientos protectores, inducen al abrazo, a la caricia, anhelan ser tratadas con amoroso cuidado. Y ya no desafían con arrogancia como cuando nuestros antepasados aborrecían y se revelaban contra la rigidez y la asfixia del abrazo familiar. Ya no están seguras de sí mismas, sino más bien dolorosamente conscientes de que un solo paso en falso podría ser fatal para su supervivencia. Nadie se tapa ya los ojos ni los oídos, las familias miran y escuchan con atención, demasiado dispuestas a corregir sus hábitos y prestas a devolver el afecto y el amor con la misma moneda. Paradójicamente —o, después de todo, no tan paradójicamente— el atractivo y el poder del parentesco creció a medida que disminuía el magnetismo y se empequeñecía el poder de la afinidad… De manera que aquí estamos, vacilantes y maniobrando con dificultad entre dos mundos notoriamente distanciados y enfrentados entre sí, a pesar de ser ambos deseables y deseados, sin que los una ningún pasaje conocido, y menos aún caminos abiertos y transitados. Treinta años atrás (en The Fall of Public Man), Richard Sennett señaló el advenimiento de «una ideología de la intimidad» que «transmuta las categorías políticas en categorías psicológicas»[13]. Una de las portentosas consecuencias de esa nueva ideología fue la sustitución de la «identidad compartida» por los «intereses compartidos». La fraternidad basada en la identidad se convertiría —advertía Sennett— en «la empatia por un grupo selecto de gente aliada por medio del rechazo de aquellos que no se hallaban dentro del círculo local». «Ajenos, desconocidos, diferentes se convierten en criaturas a las que se les hará un vacío». Pocos años más tarde, Benedict Anderson acuñó la expresión «comunidad imaginada» para describir el misterio de la autoidentificación con una amplia categoría de extraños con los que uno cree compartir algo suficientemente importante como para referirse a ellos como un «nosotros», comunidad de la cual yo, quien habla, formo parte. El hecho de que Anderson considerara esa identificación con una población dispersa de personas desconocidas como un misterio que requería explicación fue una confirmación indirecta — y por cierto un tributo— de las intuiciones de Sennett. En el momento en que Anderson desarrolló su modelo de «comunidad imaginada», la desintegración de los lazos y vínculos impersonales (y con ellos, tal como señaló Sennett, del arte de la «civilidad», es decir, de «usar la máscara» que simultáneamente protege y permite disfrutar de la compañía) había alcanzado una etapa avanzada y, por lo tanto, el palmeo de espaldas, la proximidad, la intimidad, la «sinceridad», el «entregarse sin reservas», sin guardar secretos, la confesión compulsiva y obligatoria se convertían rápidamente en la única defensa humana contra la soledad y en el único telar disponible donde tramar el anhelo de unión. Sólo se podía concebir una totalidad más amplia que el propio círculo de confesión mutua como un «nosotros» aumentado y extendido, como esa semejanza, mal llamada «identidad», magnificada. La única manera de incluir «desconocidos» en ese «nosotros» era adjudicándoles el lugar de potenciales socios de los ritos confesionales, destinados a revelar un «interior» similar (y por lo tanto, familiar) cuando se los presionara a revelar sus intimidades. La comunión de interioridades, basada en una revelación mutuamente inducida, puede ser el núcleo de la relación amorosa. Puede echar raíces, germinar, prosperar dentro de la isla autopreservada —o casi autopreservada— de las biografías compartidas. Pero al igual que el partido moral de dos miembros —que si se lo expande para incluir a un tercero, enfrentándolo así con la «esfera pública», descubre que sus intuiciones e impulsos morales resultan insuficientes para enfrentar y resolver los temas de justicia impersonal que se presentan en la esfera pública—, la comunión amorosa no está preparada para el mundo exterior, para hacer frente a esas responsabilidades, porque ignora las destrezas imprescindibles para ello. En la comunión amorosa resulta totalmente natural considerar las fricciones y desacuerdos como una irritación temporaria que pronto pasará, pero también como un pedido de auxilio que la hará desaparecer. Una perfecta fusión de identidades parece en ese caso una perspectiva realista, si se invierte en ella suficiente paciencia y dedicación, cualidades que el amor confía en que podrá abastecer profusamente. Aun cuando la semejanza amorosa de los amantes no se haya alcanzado, no parece un sueño absurdo ni una ilusión fantasiosa. Seguramente será alcanzable, y se la alcanzará con los recursos de los que ya disponen los amantes por su misma capacidad de amantes. Pero intentar ampliar las legítimas expectativas del amor para domesticar, dominar y desintoxicar el alucinante tumulto de sonidos y visiones que colman al mundo más allá de la isla del amor… Allí, las probadas y confiables estratagemas del amor no serán de gran utilidad. En la isla del amor, el acuerdo, la comprensión y la soñada unidad de dos tal vez no están fuera del alcance, pero no ocurre lo mismo en el infinito mundo exterior (a menos que se lo transmute, con una varita mágica, en el coloquio de consenso de Jürgen Habermas). Los instrumentos de la unión yo-tú, por perfectos que sean su factura y su empleo, resultarán impotentes ante la variedad, disparidad y discordia que separan a las multitudes de potenciales “tú” entre sí, manteniéndolos en pie de guerra: más proclives a los balazos que a una conversación. Se requiere el dominio de técnicas muy diferentes cuando el desacuerdo es tan sólo una inquietud transitoria que pronto se disipará, y cuando la discordia (subrayando la determinación de autoafirmarse) se hace presente para quedarse durante un tiempo indefinido. La esperanza del consenso acerca a las personas y las insta a un mayor esfuerzo. La falta de fe en la unidad, alimentada por la evidente ineptitud de las herramientas disponibles, aleja a la gente entre sí e impulsa a escapar de los demás. La primera consecuencia de la falta de fe en la posibilidad de la unidad es la división del mapa del Lebenswelt, el mundo de la vida, en dos continentes incomunicados entre sí. En uno de ellos, el consenso se busca a toda costa (aunque casi siempre, tal vez todo el tiempo, con las capacidades adquiridas y aprendidas en el refugio de la intimidad) y, sobre todo, se presume que ese mundo ya está “allí”, predeterminado por la identidad compartida, esperando que se lo despierte y se lo confirme. Y el otro mundo es aquel donde la esperanza de una unidad espiritual —y por lo tanto, también cualquier esfuerzo por descubrirla o por construirla desde los cimientos— ha sido abandonada a priori, de modo que el único intercambio concebible es el de los misiles y no el de las palabras. Sin embargo, ahora ese dualidad de posturas (teorizada para uso particular como división de la humanidad) parece pasar gradualmente a ocupar el fondo de la vida cotidiana, junto con las dimensiones espaciales de proximidad y distancia humanas. Al igual que en los vastos espacios de las tierras fronterizas globales, desde la raíz, en el dominio de la política de vida, el entorno de la acción es un recipiente colmado de amigos y enemigos potenciales, en el que se supone que las coaliciones cambiantes y los enemigos flotantes pueden converger por un tiempo, sólo para desligarse nuevamente y dar lugar a otras condensaciones diferentes. Las “comunidades de semejanzas”, predeterminadas pero a la espera de ser reveladas y colmadas de sustancia, están dando lugar a las “comunidades de ocasión que supuestamente se originan en torno a eventos, ídolos, pánicos o modas: puntos focales más diversos que comparten el rasgo de una expectativa de vida más breve. No duran más tiempo que las emociones que las convierten en foco de atención e impulsan la unión de intereses —fugaces, pero no por eso menos intensos— que convergen adhiriéndose ‘a la causa’”. Todo ese unirse y separarse posibilita percibir la existencia simultánea del impulso hacia la libertad y el anhelo de pertenencia, y encubre, si es que no altera completamente, la disminución y privación de esos anhelos. Ambos impulsos se funden y mezclan en la absorbente y consumidora tarea de “crear una red de conexiones” y “navegar en la red”. El ideal de “conexión” se debate por aprehender la difícil y desconcertante dialéctica entre dos impulsos irreconciliables. Promete una navegación segura (al menos no fatal) entre los arrecifes de la soledad y del compromiso, entre el flagelo de la exclusión y la férrea garra de los lazos asfixiantes, entre el irreparable aislamiento y la atadura irrevocable. Chuteamos y tenemos “compinches” con quienes chatear. Los compinches, como bien lo sabe cualquier adicto, van y vienen, aparecen y desaparecen, pero siempre hay alguno en línea para ahogar el silencio con “mensajes”. En la relación de “compinches”, el ir y venir de los mensajes, la circulación de mensajes, es el mensaje, sin que importe el contenido. Tenemos pertenencia… al constante flujo de palabras y oraciones inconclusas (abreviadas, por cierto, truncadas para acelerar la circulación). Pertenecemos al habla, no a aquello de lo cual se habla. No hay que confundir la obsesión actual con las confesiones compulsivas y el derroche de confidencias que preocupaban a Sennett treinta años atrás. El objetivo de emitir sonidos y enviar mensajes ya no es someter las entrañas de la propia alma a la inspección y aprobación de la pareja. Las palabras, pronunciadas o tipiadas ya no luchan por consignar el viaje de descubrimiento espiritual. Tal como lo expresó admirablemente Chris Moss (en el Guardian Weekend[14]) y por medio de “el chat por Internet, los teléfonos móviles, los mensajes de texto”, “la introspección es reemplazada por una interacción frenética y frívola que expone nuestros secretos más profundos al lado de nuestra lista de compras”. Quiero comentar que, sin embargo, esa interacción, a pesar de ser frenética, tal ve2 no parezca tan frívola cuando uno advierte y recuerda que su objeto —su único objeto— es mantener vivo el chateo. Los proveedores de acceso a Internet no son sacerdotes que santifican la inviolabilidad de las uniones. Las uniones no tienen en qué apoyarse salvo en el chateo y los mensajes de texto; la unión sólo se mantiene gracias a nuestra charla, nuestro llamado telefónico, nuestros mensajes de texto. El que deja de hablar queda fuera. El silencio es igual a la exclusión. Il n’y a pas dehors du texte, por cierto —no hay nada fuera del texto—, aunque no en el sentido en que lo dijo Derrida… OM[15] la revista ilustrada de uno de los más venerables, respetados y amados periódicos dominicales está dirigida a y es ávidamente leída por las clases más sofisticadas de Bloomsbury o Chelsea y el resto, o casi, de las clases que envían y reciben mensajes… Tomemos, al azar, el ejemplar del 16 de junio de 2002, aunque en este caso la fecha no importa mucho porque los contenidos, con variaciones menores, son inmunes a las convulsiones, saltos o giros de la gran historia en proceso y a todas las políticas, con excepción de la política de vida. Las aceleraciones o disminuciones de velocidad de las grandes políticas de la época le pasan desapercibidas… Aproximadamente, la mitad de la revista OM está ocupada por una sección llamada “Vida”. La sección tiene subsecciones: primero está “Moda”, que informa acerca de las pruebas y tribulaciones que implica “ponerse maquillaje”, con otra subsección, “Moda-ella”, que exhorta a las lectoras a “recorrer distancia extra para encontrar el par de zapatos correcto”. Sigue la subsección “Interiores”, con un breve interludio sobre “casas de muñecas”. Después viene “Jardines”, que aconseja cómo “cuidar las apariencias” e “impresionar a los invitados”, a pesar de la irritante verdad de que “la tarea de un jardinero no termina nunca”. Sigue la subsección “Comida”, seguida de inmediato por la de “Restaurantes”, que aconseja dónde encontrar buena comida cuando se sale a cenar, y la de “Vinos”, que sugiere dónde encontrar buen vino cuando se come en casa. Al llegar a este punto, el lector está bien preparado para leer detenidamente las tres páginas de la subsección “Cotidiana”, que desarrolla los temas “amor, sexo, familia, amigos”. En este ejemplar, la subsección “Cotidiana” está dedicada a las PSA, «parejas semiadosadas», «revolucionarias de las relaciones» que «han hecho estallar la sofocante ‘burbuja de la pareja’» y que «hacen las cosas a su gusto». Se trata de parejas de tiempo parcial. Aborrecen la idea de compartir la casa y prefieren conservar separadas las viviendas, las cuentas bancarias y los círculos de amigos, y compartir su tiempo y espacio cuando tienen ganas, pero no en caso contrario. Así como el viejo empleo se ha dividido actualmente en una sucesión de tiempos flexibles, empleos variados o proyectos a corto plazo, y el viejo estilo de comprar o alquilar propiedades tiende a ser reemplazado por el sistema de «tiempo compartido» y los paquetes turísticos, el viejo estilo de matrimonio «hasta que la muerte nos separe» —ya desplazado por la reconocidamente temporaria cohabitación del tipo «veremos cómo funciona»— es reemplazado ahora por una «reunión» de tiempo parcial y flexible. Los expertos —como muy bien imaginan los lectores, ya que es un hábito famoso de los expertos— están divididos. Sus opiniones oscilan entre dar una cálida bienvenida al modelo de las PSA, calificándolas del tan buscado nirvana (ya que consiguen la cuadratura del círculo con respecto al tema de dar y tomar genuinamente sin recibir retribución por la pérdida de independencia que eso implica), y condenar a los practicantes del nuevo modelo, a los que se acusa de cobardía por su falta de disposición a enfrentar las pruebas y penurias que necesariamente se presentan cuando uno se aboca a crear y perpetuar una relación plena y completa. Se consignan minuciosamente todos los pro y los contra, se sopesan escrupulosamente, aunque en las hojas de balance no aparecen (algo curioso, considerando la sensibilidad ecológica que cunde en nuestro tiempo) los efectos del estilo de vida PSA sobre el entorno humano de las PSA. Cuando uno ha terminado la subsección «Cotidiana», ¿qué resta de la sección «Vida»? Las subsecciones llamadas «Salud», «Bienestar», «Nutrición» (nota: aparte de «Comida», «Restaurantes» y «Vino») y «Estilos» (repleta de avisos publicitarios de mobiliarios). La sección se completa con el «Horóscopo», en el que, según la fecha de nacimiento, se aconseja a algunos lectores: «basta de arrastrarse, la movilidad es esencial ahora. Tiene que desplazarse, hablar por su celular y cerrar tratos»; mientras que otros reciben este consejo: «es justo su momento, nuevos asuntos lo rodean y ya no le quedan muchas cosas viejas que puedan deprimirlo o pesar sobre su espíritu eternamente optimista».

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