viernes, 28 de agosto de 2020

El Túnel, ejercicio deconstructivo


El Túnel, ejercicio deconstructivo
Julio Salinas Lombard
Maestría en Humanidades
Universidad de Monterrey (México)


   
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Descripción. Este es un ejercicio deconstructivo de la novela El túnel, de Ernesto Sábato, cuyo punto de partida es la ausencia de toda descripción física de María Iribarne, la mujer de la cual se enamora el personaje principal, Juan Pablo Castel. La aproximación considera algunas observaciones de las posturas psicoanalítica y existencialista, y concluye en la reflexión sobre los méritos de la obra que pueden ser atisbados en sus márgenes (o en lo que no está propiamente enunciado en sí misma).
Description. This is a deconstructive exercise about The Tunnel, Ernesto Sabato’s novel. Its start point is the absence of all physical description of Maria Iribarne, the woman with who Juan Pablo Castel falls in love. The approach considers some observations of the psychoanalytic and existencialist positions, and concludes in the reflection about the merits of the novel that can be perceived around its margins (out of its own enunciation).
Palabras clave: Túnel, Nada, Psicoanálisis, Existencialismo, Razón.

Se antoja, desde la primera mención, que María Iribarne, que será víctima de un matricidio simbólico, que encantará y perderá a Juan Pablo Castel, sea descrita de alguna manera, pero no ocurre así.
No hay una sola mención al respecto en El túnel. No ocurre y late en la lectura, sin embargo, la codicia de conocerla, acaso porque el personaje, que es el narrador omnipresente, ya ha conseguido, desde un inicio, aprisionar al lector con su retórica [1], en su incesante ejercicio inductivo, en su razonamiento implacable, y no le parece descabellado que esa descripción venga a decorar el ímpetu de ese deseo, darle acabada forma, justificación.
Llegado a ese punto, cuando se asume que la descripción de María Iribarne sería una prueba de la autenticidad de la pasión de Juan Pablo, entonces, y debido a ello, se sabe que María Iribarne no es descrita por Juan Pablo porque Juan Pablo jamás la miró, o porque, habiéndola mirado, jamás se ocupó de ella sino de su furtivo, quizá imaginario significado.
Para Juan Pablo, María Iribarne no es un signo, no es una transitoriedad, no es un pedazo de tiempo, de carne, de vida, sino el profundo significado en sí mismo, el señuelo del abismo, el propio abismo, existencia pura, virgen, madre, pero también, como ya ha sido dicho, es el deseo narciso de hallarse con su propio reflejo, de que ella sea el reflejo exacto en el que espera verse y emanciparse, escucharse y sentir aliviada una auto-afligida y flagelante soledad.
De ahí podría deducirse que la descripción de María Iribarne entorpecería el propósito de Juan Pablo, que es no dejar de pensar en sí mismo. Juan Pablo es capaz de defender su monólogo existencial hasta lo indecible; quiere a María Iribarne como se quiere lo imposible, y en tanto sea imposible, la querrá más, pero cuanto menos distancia exista entre ambos, cuanto más inminente sea la presencia del signo, su cuerpo, cuerpo con el que se relaciona pero del que no dice más, del que no se muestra, de hecho, conmovido ni satisfecho [2], entonces, aún cuando parezca que nada se interpone entre él y María, el signo se diluye nuevamente, se fragmenta, se opaca, se pierde, porque Pablo lo que busca no es a María, no es el cuerpo de María, no es la atención de María, como ocurre con aquel fulgor del fósforo y la siniestra sonrisa de María, sino él, siempre él, perdido en su extravío y extraviado en una obsesión pasional.
María Iribarne es un signo que proyecta el propio Pablo, pero también es un vacío que va engullendo sus propias aproximaciones. María es un signo hueco, un signo que está condenado al sublime destino de la muerte.

Volvamos al inicio. Con el imperfecto “se antoja”, un modo atenuado de nombrar el deseo del lector, e independientemente de que éste sea o no provocado por la lectura, o aún aduciendo que la lectura sugiera la posibilidad de que María Iribarne será descrita, da por sentadas algunas cosas que no estorba comentar un poco.
Cuando se habla de un matricidio simbólico, se habla de un presupuesto pasional, emocional, para cuya explicación se precisa del auxilio del psicoanálisis, cosa también discutible, ya que la lectura de la confesión de Juan Pablo Castel corre el riesgo de convertirse en la proyección animada de la teoría psicoanalítica, reduciendo a Juan Pablo a un tipo del arquetipo, y a María Iribarne en la figura que consuma la profética disquisición freudiana.
El túnel puede ser esa expresión, pero también otra. El túnel es una narración en primera persona, lo cual significa que todo aquello que es descrito o no descrito proviene de la misma cantera, y el crédito que pueda otorgársele, entrando ya en el inútil juego de la fidelidad entre el relato y la teoría, no sólo simplifica a la obra sino también da por ciertas las versiones de los hechos cuando, en todo caso, antes valdría la pena asumir con cierto escepticismo lo dicho por Juan Pablo Castel, su nombre, su intención y lo demás. Nada impide asumir que esa confesión es ficticia, creación de Juan Pablo Castel, e igualmente ridículo sería asumir que Juan Pablo Castel es la personificación del matricida simbólico gracias a un relato que él mismo narra.
En otras palabras: a falta de más referencias, de otras voces, de otras versiones, la fortaleza retórica de Juan Pablo Castel, que se toma licencias de estilo que intenta justificar de un modo u otro [3], se vuelve también un rasgo de debilidad. La autenticidad del relato es la autenticidad del personaje, y dado que no existe un personaje adicional que dé cuenta de lo expuesto, ni algún artificio objetivo que ofrezca recursos de convalidación, puede decirse que además es una autenticidad sometible a discusión, inútil, desde luego.
Sería inútil porque sería someter a El túnel a una obcecada cirugía para patentizar que el todo cabe en una de sus partes, que la ausencia descriptiva de María Iribarne condensa el espíritu del Juan Pablo Castel. En ese ejercicio habría ya un presupuesto aguardando cómodamente su confirmación, lo cual haría de la entera novela un empobrecido refugio de evidencias dispersas con algún arbitrio.
Aún siendo así, si fuera un cofre en cuyo interior hay abundante oro, de cualquier modo el mapa a seguir está también ahí dentro, en el cofre. La idea de que María Iribarne es asesinada por Juan Pablo Castel debido a que éste padece los estragos de un conflicto edípico tardío, y busca con enferma obsesión a su idéntico y no teme exhibir ante sí mismo el ánimo narcisista con que se conduce, aún todo eso, al no estar dicho, por fortuna, de esa forma, también podría ser una confabulación anticipada por el propio personaje.
Es un juego de señuelos y espejos: ante la elocuencia de la evidencia (la pintura a partir de la cual Juan Pablo advierte a la indescriptible María Iribarne se llama Maternidad, por ejemplo), no se juzgaría equivocado tomar ese asunto significativo y llevarlo con cierto triunfalismo al cajón de “evidencias que confirman la premeditación del matricidio simbólico”, pero tampoco tendría que asumirse que esa lectura resuelve el problema de El túnel, puesto que, hasta donde se sabe, jamás se presupuso que había que resolver ningún misterio ni adivinar motivos, los cuales están deliberadamente descritos por el homicida.
Más allá de discutir la veracidad de la explicación psicoanalítica, que reduce en más de un sentido el enigma de María Iribarne, y asumiendo, además, que esa interpretación al mismo tiempo falla al asumir a la obra como a un ser, de modo que la obra es sujeta al escrutinio psicoanalítico en el cómodo diván de la no-interpelación, y donde, además, no ocurre, aunque se quisiera, la transferencia (el libro, hasta donde se sabe, ni siquiera ha solicitado la intervención profesional del psicoanalista), aquel desdibujamiento de la novela impide otras aproximaciones, algunas derivadas de la propia lectura como experiencia y no como amotinado laberinto de significaciones clandestinas.
Octavio Paz señaló que la interpretación psicoanalítica de la mitología clásica occidental producía ideas muy originales pero no necesariamente ciertas. Esa afirmación da pie al menos a dos posiciones: la que, encendidamente, reclamaría a Paz que revelara las certezas reacias al psicoanálisis; y otra que, más conservadoramente, libraría aquella polémica, con algún festivo acierto, otorgándole a Paz la certeza de su no-certeza, es decir, el psicoanálisis ofrece “interpretaciones muy originales”, no necesariamente ciertas, como tampoco las ofrecería otra aproximación. La certeza quedaría relegada a lo intrínseco de la obra, que está dicho por y en la obra, no en algunas de sus periferias. La certeza también se relegaría a la autoridad de la interpretación sobre sí misma, es decir, el psicoanálisis de Juan Pablo Castel sería una certeza en sí misma y sobre sí misma. Las periferias ejercerían la protestad de la certeza sobre sus propias colonias significativas.
En esta segunda opción, las certezas emanadas por el trazo entre la ciencia y la obra literaria, son certezas originales pero no ciertas, como lo son, quizá en un continuum, todas las interpretaciones que pudieran surgir de la misma obra, unas a otras reclamándose la autoridad de nombrar a la presencia detrás de la ausencia.
En ese sentido hay singular abismo con el cual El túnel coquetea abiertamente. Es el abismo de la plurisignificatividad. Cada lectura, según la época y el estado de ánimo, supondría hallazgos distintos.

El nombre de María, según algunas fuentes, es propuesto a partir de casi setenta etimologías. Se sabe que es de origen hebreo, aunque pudo haber llegado a esta lengua a partir del egipcio, igual que el nombre de Moisés. El nombre de María aparece por primera vez en Egipto, y corresponde a la hermana de Moisés y Aarón. Su forma hebrea es Miryam o Maryam. Si se considera procedente del verbo Marah (dominar), María sería la "Señora". Esta etimología queda reforzada por la afinidad de María con el sustantivo arameo Marya’, que significa "señor". Si atendemos al probable origen egipcio de este nombre, procedería de la palabra Mari-Yam, que significa "amada de Yahvé", en la que la raíz MR significa "amar", y Yam sería una equivalencia válida de Yah, la abreviación de Yahvé, muy frecuente en la composición de nombres. En arameo, Marya significa señor, por lo que el de María podría entenderse como "señora". O quizás mejor, considerando la palabra Mir-yam como compuesta de Mir, contracción de Me’ir, el que ilumina, del verbo ‘or, brillar, y de Yam en vez de Yah, contracción de Yahvé, pudieron pensar que María significa Yahvé ilumina o La luz de Yahvé [4].
María como dominación, como señora, como amada de Yahvé, como la luz de Yahvé. María es un nombre que impone, sobre todo, religiosamente. Cuando se dice “Maria como dominación”, Juan Pablo Castel es un subversivo, un hombre que se revela ante una figura de gran peso simbólico. María podría ser un determinismo subyugante, desde esta perspectiva no exenta de cierta torcedura. María entre los Guadalupanos (entre quienes profesan culto a la Virgen María de Guadalupe) no es yugo sino emancipación, no es tiranía sino misericordia, intercesión, intermediación divina. Asumir que esa intermediación misericordiosa es también un yugo vital, de modo ciertamente calvinista: no necesito intermediarios para llegar a lo superior, es renunciar a una instancia emancipadora. Juan Pablo Castel renuncia a la preeminencia de la cuasidivinidad porque Juan Pablo Castel quiere ser su propio dios, quizá. En ese sentido, el modo en que Juan Pablo Castel combate esa densa arquitectura de pensamiento, especialmente de pensamiento religioso, es el mismo que emprendieron los románticos del siglo XIX respecto a la nada: seduciéndola, coqueteando con ella [5].
La misión de Juan Pablo Castel es titánica, imposible: apropiarse de la nada. Hay algo aquí de paradójico, de cruel ludismo, cuando se piensa que Juan Pablo Castel quiere apropiarse de la nada a través de su propio vacío. Cuando María Iribarne adquiere fugaz rasgo terrenal, cuando se descubre esposa de un ciego, cuando lo enfurece la sospecha de que sea una vulgar puta, cuando el fósforo ilumina su rostro y Juan Pablo mira en éste el vestigio de una sonrisa que ha desaparecido, una sonrisa que desmiente su abisal privacidad, que da cuerpo a todas las posibilidades y a ninguna, entonces María desaparece, es un problema mal resuelto, una duda mal contestada, o lo que es lo mismo, un problema resuelto, una duda contestada, puesto que para Juan Pablo Castel lo significativo es que no haya resoluciones ni respuestas. En la medida en que las haya, sufre la compulsión de negarlas argumentadamente.

Podría no ser casual que ese torrente retórico de Juan Pablo Castel, fuese una afinada expresión del vacío. La elocuencia vacía. Una elocuencia que halla su oposición, una y otra vez, en las respuestas abiertas, indescifrables, de María Iribarne.
Juan Pablo dice que María Iribarne le reclama:
Vos has dicho mil veces que hay muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que explique algo tan complejo. [6]
La violencia de la razón frente a la imposibilidad de la razón. Esa imposibilidad de la razón no es una imposibilidad cualquiera: es una imposibilidad construida en los linderos del propio discurso de Juan Pablo Castel. María Iribarne es el margen del discurso, las otras salidas, las puertas que no tuvo a bien abrir, que ignoró. El vacío de Juan Pablo Castel es el vacío que se hunde, mientras que la nada de María Iribarne es la nada de lo que está por ser.
Dice Juan Pablo Castel:
Tuve una rara intuición: encendí rápidamente otro fósforo. Tal como lo había intuido, el rostro de María sonreía. Es decir, ya no sonreía, pero había estado sonriendo un décimo de segundo antes. [7]
Dice: “...María sonreía. Es decir, ya no sonreía...”. Sonreía pero ya no sonreía. La anticipación de la razón es una anticipación anunciada por la intuición. La razón preludiada por la intuición. La corazonada precediendo al pensamiento. Intuición versus razón. Metafísica, especulación abstracta, enredo introspectivo, versus lógica. Vacío significativo, dado que es un signo que no apunta a un significado, sino un signo que apunta volátilmente a lo que corresponde anímicamente, convenientemente, a la voluntad de apropiación de la nada. La intuición, en el caso de Juan Pablo Castel, es la prefiguración de su propio razonamiento. La intuición es, en su caso, otro disfraz de su mefistofélico deseo. La intuición prescinde del discurso minucioso; no tramita ideas para decir lo que desea, sólo lo desea.
La previsión, la premonición, es un condicionamiento que se resiste al conocimiento empírico. Es el prejuicio, la antesala de lo que aún no existe. María Iribarne es la nada sobre la que Juan Pablo intenta hallar una forma, una salida a su propio vacío. Pero cuando María Iribarne se vuelve algo, cosa, objeto sexual, interlocutor, admiradora, amante, traidora, voz, silencio, entonces el vacío ahoga a Juan Pablo, quien se resiste a ser nombrado (como consta con su notoria alergia a la crítica de sus pinturas, no importando que ésta lo lisonjee), al determinismo de su propia circunstancia, la cual aborrece. La intuición falla al atribuirle a María Iribarne algo que no es suyo: la sonrisa, pero acierta al mantener dentro de los linderos de su extravío la disposición de Juan Pablo Castel hacia María. Juan Pablo ya resolvió, como consta desde el comienzo de la historia, el destino de María: la muerte. Por ende, no parece sorprender que el curso que toma la historia no sea sino una esmerada negación de cualquier otra posibilidad. Yo la maté, afirma con descaro, y esta historia demuestra que en ningún momento vivió para mí. Siempre fue, parece decir, una instancia perdida. Una ilusión. María es gracias a que yo la maté. Ésta es la hagiografía de María Iribarne. Lo cual equivaldría a decir: ésta es la hagiografía de mi desencanto, el calvario que mi razón legisla con esplendorosa lucidez. No obstante todo, soy, acaso sólo aquí, en esta confesión.

A la idea de que lo que ocurre en El túnel es algo que ocurre en el fangoso interior de Juan Pablo Castel, es decir, que Juan Pablo Castel es Juan Pablo Castel y María Iribarne, le queda perfectamente la noción del combate de la nada por la nada o, dicho de otra manera, del combate imaginario contra lo imaginario. No sólo es Juan Pablo Castel y María Iribarne, sino Juan Pablo Castel, por su solitaria cuenta, y Juan Pablo Castel y María Iribarne, por otra. De ahí la ironía de “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel...” con que inicia, ya que consigue, a lo largo de la historia, decirnos ejemplarmente lo contrario: no sólo soy Juan Pablo Castel. Es tanto quien narra como quien es narrado.
Además, visto así, no deben tomar por sorpresa algunas licencias que el propio Juan Pablo Castel se toma para gobernar la historia. Aclarado el hecho de que él es el asesino, la historia pierde su presumible cariz de novela policíaca, en la que hay un crimen que debe ser resuelto. No hay nada de qué sorprenderse, parece decir. Nada. Luego, aprovechando que la persona que ha muerto no puede, lógicamente, rebatirlo, puede dar una versión despótica de las cosas. Basta recordar el momento en que la mira por primera vez:
(...) tuve la seguridad de que estaba aislada del mundo entero: no vio ni oyó a la gente que pasaba o se detenía frente a mi tela.[8]
Ella era, a partir de ese instante, suya. Qué conveniente resulta saberla aislada. La ausencia de testigos y testimonios favorece el libre albedrío de Juan Pablo Castel. Ese libre albedrío es, quizá, la propia María Iribarne. Libre albedrío para disponer de una mujer en tanto no se reduzca a mujer (lo paradójico va más allá de la evidente misoginia: el altar que Juan Pablo Castel tiende sobre la narración es un altar que no carece de lo rudimentario, ni siquiera del fervor, que le sobra -su enfermiza obsesión por María es, acaso, un ejemplo de ello. Es un altar a la ausencia, pero no es una ausencia melancólica, propia de los románticos del siglo XIX. Es una ausencia que, ya enunciada desde las primeras líneas, va siendo construida lenta, cruel, cínicamente. María Iribarne es la crónica de la fundación del no-lugar, del no-destino, del no-cuerpo. Y esto trae a cuenta la inquietud inicial de este estudio: la ausencia de la descripción física de María Iribarne es, armónicamente, su mejor descripción).

La manera de pensar “antitética” [9] de Juan Pablo Castel, propenso a las contradicciones, deja entrever la posibilidad, como otras más, de que esta confesión sea un ardid esquizofrénico, una ficción delirante, un artificio demente. La certeza psicoanalítica cae en pedazos: todo ha sido un invento de un demente, no se puede saber si en verdad mató a quien dijo matar, o si se llama como dice llamarse. Considerando que esta novela “inaugura” o es “representativa” de la novela moderna, adquiere fugaz sentido el apunte de Rafael García Pavón: “En los tiempos modernos, la multitud ha sustituido al individuo singular y lo ha convertido en un esquizofrénico”. [10]
Ante la soledad, Juan Pablo Castel crea personajes, se crea a sí mismo entre ellos, y transfiere a ellos lo que por ningún lado puede afirmarse, es decir, la presunción de que la historia sea lo que ocurrió, o que sea una deformidad insondable de aquello que el narrador tomó como partida para esa historia, pero que está vedado para el lector.
Lo que pesa en El túnel es lo que está fuera dEl túnel, así sea la intemperie desértica, la nada, lo que vuelve a la historia en un fallido homenaje, quijotesco, del hombre combatiendo a la nada hasta autodestruirse (en la autodestrucción hay una tácita afirmación existencial, una moral distorsionada: para no ser consecuentes con la nada, aniquílala-aniquílate a ti mismo, condénate, sufre, la verdad duele, aférrate a la verdad, a la contradicción de la verdad, a la imposibilidad de la verdad); o un parafraseo de una experiencia de la que no se sabrá nada jamás y que, no sabiéndose, bajo el narcotizante efecto de la lucidez de Juan Pablo, se erige como la “pregunta incontestable”, lo “indecible”, la prehistoria que seduce al arqueólogo del mismo modo que al novelista, llevándolos a ambos a descubrimientos igualmente reveladores e igualmente inciertos.
Lo que no se dice por ningún lado está tácitamente dicho en todo. La verosimilitud del relato es evidente pero indemostrable. María Iribarne es todas las Marías y ninguna. Juan Pablo Castel, habiendo construido el prodigioso fortín de su historia, alude y recurre a imaginarios con la autoridad del cronista, del periodista, del historiador.
Si el fondo de El túnel es abismal, la forma tampoco parece reducirse a una soberbia demostración de destreza retórica. El entramado con que está formada la historia, a partir de lo que Conchi Sarmiento [11] llama el pensamiento antitético, también ofrece diversos puntos de fuga en la lectura. A decir de Hegel, “distinguir lo antitético es el hábito característico de la inteligencia, como también poner de manifiesto la contradicción, la antinomia” [12].
Dejando de lado la apresurada idea de que la historia pretende modelar la inutilidad de la inteligencia, cosa que podría muy bien contradecirse (Juan Pablo Castel utiliza su inteligencia para negarla y negarse, y quizá lo consigue), y que surtiría un adulador efecto sobre la idea de que El túnel, por ello, es una obra existencialista, subordinando a una esencia (pensamiento, historia), como ocurre con la exhaustividad psicoanalítica, el sentido “oculto” de la historia, quizá vale la pena detenerse un tanto en el modo en que esa inteligencia se hace presente y patentiza el propósito del narrador-personaje, asumiendo, con debida reserva, que ese propósito es uno entre tantos: capturar a la nada, a María Iribarne.
Juan Pablo Castel duda jactanciosamente, duda de su mundo, de sí mismo, de María Iribarne. Gracias a esa propensión por dudar, recorre líquidamente las incidencias del relato, encuentra fisuras, se adentra en ellas, no sigue una dirección o, mejor dicho, sigue la dirección del no.
Ante la sospecha de que María Iribarne le corresponde, obsequia su torturada alma a los pensamientos desafortunados (su pesimismo no es pasivo, por otro lado: cuando no producto de una indómita ansiedad, es el método que emplea para certificarse y certificar su entorno, ambos vacíos de sentido); cuando ve que ha errado, llora desconsoladamente, como un niño, y le pide perdón a María como si se lo pidiera a una madre. Le pide perdón para nuevamente hacerla sufrir. Sufre con ella, por ella, y adopta un pasajero estado de compunción que hace pensar, erróneamente, que la historia tomará, al fin, un derrotero distinto, pero no. Juan Pablo Castel sufre y se redime violentamente para mantener vigente la ilusión del sentido. A mitad del océano, flota en direcciones distintas, intenta ordenar su extravío, trazar coordenadas, todas, parece, imaginarias.
Podría sospecharse que Juan Pablo Castel previó esos recursos ilusionistas para perder al lector en el relato, para hacerlo encallar una y otra vez, para probar que no lo asiste la razón, que su tragedia es, primero, de su arrogante autoría, y segundo, que siendo tragedia, de cualquier modo toda pasión es inútil.
El relato, sin embargo, obliga a pensar lo contrario. Podría presumirse que El túnel ilustra la frase sartreana de “el hombre es una pasión inútil”, pero ello da por cierto lo que ya se ha discutido someramente: que Juan Pablo Castel es quien dice ser y haber hecho lo que ha narrado.
Mirado desde otro lado, habría que concederle a Juan Pablo Castel, el narrador, el crédito opuesto: su pasión por mostrar lo inaprensible de la nada ha sido elocuente y eficaz. Desde un inicio estipula: María Iribarne es un personaje muerto; nada hay que pueda hacerse. El resto es un discurso reiterativo de ese inicio: nada hay que pueda hacerse, aún haciéndolo. Y sin embargo, el narrador lo hace. Prueba su tesis, no en el contenido de su historia sino en sus márgenes.
Su pasión por lo imposible, en tanto se mantenga imposible, se hizo presente: posible. María Iribarne, a pesar de que ha muerto, habla y sigue hablando: ha dejado muchas incógnitas sin resolver y para no ser resueltas. A pesar de no ser descrita, es imaginada, aludida. El centro de El túnel es el vacío dejado por María. Además, la obra, al quedar abierta (ante la imposibilidad de que el lector pueda verificar lo narrado, averiguar más sobre lo dicho y lo no dicho), opera orgánicamente, sobrevive a su propia suerte. El sinsentido de su violento, dictatorial sentido, es otro sentido. Sabiéndose anticipadamente derrotado (¿quién puede derrotar a la nada?), profundiza en su perdición a través de la luminosidad imaginaria de la inteligencia. Su tragedia no es desafortunada sino gloriosa: ha conseguido, de modo enérgico, mostrar que la inteligencia ilumina su propia ausencia, su propia negación. En ese sentido, cabría advertir que, antes de elaborar un juicio de la historia, habría que precisar a quién pertenece el pensamiento antitético que será examinado: a Juan Pablo Castel, el narrador; o a Juan Pablo Castel, el personaje.

Respecto al personaje de la historia, vale decir que se juega su amor propio, su ego: la lectura de El túnel es un desafío a la supervivencia de lo indecible. Juan Pablo Castel dice para no decir. Habla de María Iribarne, quien ya murió. Habla de una pintura que ya destruyó. Habla de una experiencia que truncó. El sentido de su narración pende de lo que no existe más y tal vez ni existió. Lo único que queda, hacia el final, es la certeza de sus palabras, la incómoda punción de su lucidez. Las palabras se despliegan como un espejismo articulado inteligentemente. Un ilusionismo cuya credibilidad es efecto de su propio hermetismo.
Corona su ruina asesinando a María Iribarne sin haber probado sus sospechas, sin haberse, cuando menos, detenido a preguntarse si eran sostenibles, gracias a lo cual se mantiene intacta la razón de su desvarío. Daría la impresión de que Juan Pablo Castel sonríe al final de la novela por haberse salido con la suya. María Iribarne fue creada para ser un misterio perpetuo.
Un detalle, no menor: en el primer capítulo se refiere a un pianista que, estando recluido en un campo de concentración, y debido a que se había quejado de hambre, es obligado a comerse una rata viva. El paralelismo es evidente: Juan Pablo Castel se ha quejado, no se sabe ni se sabrá de qué o por qué, y ha tenido que comerse viva a María Iribarne. Nunca descanse en paz.

Enero, 2006

Notas:
[1] O, como dice Conchi Sarmiento: “La estéril lucidez de la conciencia que sólo agrava la sospecha de que la vida carece de sentido alguno”, en “Aspectos comparativos en la obra novelística de Ernesto Sábato”, en
[2] En el capítulo XVII dice: “Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café) era doloroso, pues señalaba hasta qué punto era fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaba nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperación de consolidar de algún modo esa fusión, a unirnos corporalmente; sólo lográbamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un acto material”.
[3] En el capítulo II, por ejemplo, anticipa que los lectores lo acusarán de vanidoso.
[4] Tomado de El Almanaque, en
[5] Ver “El cortejador de la nada”, p. 141, en Givone, S., “Historia de la nada”, 2001, Argentina: Editorial Adriana Hidalgo Editora.
[6] Sábato, E., “El túnel”, 2004, España: Seix Barral, p. 85
[7] Ibid, pp. 68-69
[8] Ibid, p. 13
[9] Ibid (“Aspectos comparativos en la obra novelística de Ernesto Sábato”).
[10] “Kierkergaard ante la esquizofrenia de la multitud”, García Pavón, Rafael, en
http://www.uia.mx/departamentos/dpt_filosofia/kierkergaard/pdf/art_kierkegaard_ante_la_esquizofrenia.pdf, texto rescatado el 30 de noviembre de 2005.
[11] Ibid (“Aspectos comparativos en la obra novelística de Ernesto Sábato”).
[12] Prince, S., “La virtud técnico política y teológica confecional en la filosofía política del S.XVI”, http://rehue.csociales.uchile.cl/publicaciones/moebio/05/maquiavelo.htm, texto rescatado el 30 de noviembre

© Julio Salinas Lombard 2006
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero32/2ltunel.html

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