sábado, 29 de agosto de 2020

LOS VERSOS SATÁNICOS

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Satanás, relegado a una condición errante, vagabunda,
transitoria, carece de morada fija; porque si bien a consecuencia
de su naturaleza angélica, tiene un cierto imperio en la líquida
inmensidad o aire, ello no obstante, forma parte integrante de su
castigo el carecer... de lugar o espacio propio en el que posar la
planta del pie.
 DANIEL DEFOE, Historia del diablo

EL ÁNGEL GIBREEL

«Para volver a nacer —cantaba Gibreel Farishta mientras caía de los cielos, dando tumbos— tienes que haber muerto. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en el seno de la tierra, tienes que haber volado. ¡Ta-taa! ¡Takachum! ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloraste? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, alma cándida, sin un suspiro? Baba, si quieres volver a nacer...» Amanecía apenas un día de invierno, por el Año Nuevo poco más o menos, cuando dos hombres vivos, reales y completamente desarrollados, caían desde gran altura, veintinueve mil dos pies, hacia el canal de la Mancha, desprovistos de paracaídas y de alas, bajo un cielo límpido. 

«Yo te digo que debes morir, te digo, te digo...», y así una vez y otra, bajo una luna de alabastro, hasta que una voz estentórea rasgó la noche: «¡Al diablo con tus canciones! —Las palabras pendían, cristalinas, en la noche blanca y helada—. En tus películas sólo movías los labios porque te doblaban, así que ahórrame ahora ese ruido infernal.» 

Gibreel, el solista desafinado, hacía piruetas al claro de luna, mientras cantaba su espontáneo gazal, nadando en el aire, ora mariposa, ora braza, enroscándose, extendiendo brazos y piernas en el casi infinito del casi amanecer, adoptando actitudes heráldicas, ora rampante, ora yacente, oponiendo la ligereza a la gravedad. Rodó alegremente hacia la sardónica voz. «Hola, compañero, ¿eres tú? ¡Qué alegría! ¿Qué hay, mi buen Chamchito?» A lo que el otro, una sombra impecable que caía cabeza abajo en perfecta vertical, con su traje gris bien abrochado y los brazos pegados a los costados, tocado, como lo más natural del mundo, con extemporáneo bombín, hizo la mueca propia del enemigo de diminutivos. «¡Eh, paisano! —gritó Gibreel, provocando otra mueca invertida—. ¡Es el mismo Londres, chico! ¡Allá vamos! Esos cabritos de ahí abajo no sabrán lo que se les vino encima, si un meteoro, un rayo o la venganza de Dios. Llovidos del cielo, muñeca. ¡Puummmmba! Cras, ¿eh? ¡Qué entrada, Yyyaaa! Yo te digo... Flas.» 

Llovidos del cielo: un big bang seguido de catarata de estrellas. Un principio de Universo, un eco en miniatura del nacimiento del tiempo... el jumbo Bostan, vuelo AI-420 de la Air India, estalló sin previo aviso a gran altura sobre la grande, putrefacta, hermosa, nivea y resplandeciente ciudad de Mahagonny, Babilonia, Alphaville. Claro que Gibreel ya ha pronunciado su nombre, de manera que yo no puedo interferir: el mismo Londres, capital de Vilayet, parpadeaba, centelleaba y se mecía en la noche. Mientras, a una altura de Himalaya, un sol fugaz y prematuro estallaba en el aire cristalino de enero, un punto desaparecía de las pantallas de radar y el aire transparente se llenaba de cuerpos que descendían del Everest de la catástrofe a la láctea palidez del mar. 
¿Quién soy yo? 
¿Quién más está ahí? 

El avión se partió por la mitad, como vaina que suelta las semillas, huevo que descubre su misterio. Dos actores, Gibreel, el de las piruetas, y el abotonado y circunspecto Mr. Saladin Chamcha, caían cual briznas de tabaco de un viejo cigarro roto. Encima, detrás, debajo de ellos, planeaban en el vacío butacas reclinables, auriculares estéreo, carritos de bebidas, recipientes de los efectos del malestar provocado por la locomoción, tarjetas de desembarque, juegos de vídeo libres de aduana, gorras con galones, vasos de papel, mantas, máscaras de oxígeno... Y también —porque a bordo del aparato viajaban no pocos emigrantes, sí, un número considerable de esposas que habían sido interrogadas, por razonables y concienzudos funcionarios, acerca de la longitud y marcas distintivas de los genitales del marido, y un regular contingente de niños sobre cuya legitimidad el Gobierno británico había manifestado sus siempre razonables dudas—, también, mezclados con los restos del avión, no menos fragmentados ni menos absurdos, flotaban los desechos del alma, recuerdos rotos, yoes arrinconados, lenguas maternas cercenadas, intimidades violadas, chistes intraducibies, futuros extinguidos, amores perdidos, significado olvidado de palabras huecas y altisonantes, tierra, entorno natural, casa. Un poco aturdidos por el estallido, Gibreel y Saladin bajaban como fardos soltados por una cigüeña distraída de pico flojo, y Chamcha, que caía cabeza abajo, en la posición recomendada para el feto que va a entrar en el cuello del útero, empezó a sentir una sorda irritación ante la resistencia del otro a caer con normalidad. Saladin descendía en picado mientras que Farishta abrazaba el aire, asiéndolo con brazos y piernas, con los ademanes del actor amanerado que desconoce las técnicas de la sobriedad. Abajo, cubiertas de nubes, esperaban su entrada las corrientes lentas y glaciales de la Manga inglesa, la zona señalada para su reencarnación marina. 

«Oh, mis zapatos son japoneses —cantaba Gibreel, traduciendo al inglés la letra de la vieja canción, en semiinconsciente deferencia hacia la nación anfitriona que se precipitaba a su encuentro —, el pantalón, inglés, pues no faltaba más. En la cabeza, un gorro ruso rojo; mas el corazón sigue siendo indio, a pesar de todo.» Las nubes hervían, espumeantes, cada vez más cerca, y quizá fuera por aquella gran fantasmagoría de cúmulos y cumulonimbos, con sus tormentosas cúspides enhiestas a la luz del amanecer, quizá fuera el dúo (cantando el uno y abucheando el otro) o quizás el delirio provocado por la explosión que les evitaba apercibirse de lo inminente..., lo cierto es que los dos hombres, Gibreelsaladin Farischtachamcha, condenados a esta angelicodemoníaca caída sin fin pero efímera, no se dieron cuenta del momento en que empezaba el proceso de su transmutación. ¿Mutación? 

Sí, señor; pero no casual. Allá arriba, en el aire-espacio, en ese campo blando e intangible que el siglo ha hecho viable y que se ha convertido en uno de sus lugares definitorios, la zona de la movilidad y de la guerra, la que empequeñece el planeta, la del vacío de poder, la más insegura y transitoria, ilusoria, discontinua y metamórfica —porque, cuando lo arrojas todo al aire, puede ocurrir cualquier cosa—, allá arriba, decía, se operaron, en unos actores delirantes, cambios que habrían alegrado el corazón del viejo Mr. Lamarck: bajo extrema presión ambiental, se adquirieron determinadas características. 

¿Qué características respectivamente? Calma, ¿se han creído que la Creación se produce a marchas forzadas? Bien, pues la revelación tampoco... Echen una mirada a la pareja. ¿Observan algo extraño? Sólo dos hombres morenos en caída libre; la cosa no tiene nada de particular, pensarán, treparon demasiado, se pasaron, volaron muy cerca del sol, ¿no es eso? No es eso. Presten atención. 

Mr. Saladin Chamcha, consternado por los sonidos que manaban de la boca de Gibreel Farishta, contraatacó con sus propios versos. Lo que Farishta oyó tremolar en el fantasmagórico aire nocturno era también una vieja canción, letra de Mr. James Thomson, mil setecientos a mil 5 Salman Rushdie - Los versos satánicos http://elortiba.galeon.com setecientos cuarenta y ocho. «... por orden del cielo —entonaba Chamcha con unos labios que el frío ponía patrióticamente rojos, blancos y azules— surgió del aaaazul... —Farishta, consternado, se desgañitaba cantando a los zapatos japoneses, los gorros rusos y los corazones inviolablemente subcontinentales, pero no conseguía ahogar la atronadora voz de Saladin— ... y los ángeles de la guaaaarda entonaban el estribillo.» 

Desengañémonos, era imposible que se oyeran mutuamente, y no digamos que conversaran y compitieran en el canto de esta manera. Acelerando hacia el planeta, con la atmósfera silbando alrededor, ¿cómo habían de oírse? Pero, desengañémonos nuevamente, se oían. 

Se precipitaban hacia abajo y el frío invernal que les escarchaba las pestañas y amenazaba con helarles el corazón estaba a punto de despertarles de su ensueño exaltado, ya iban a percatarse del milagro del canto, de la lluvia de extremidades y de niños de la que ellos formaban parte y del horrible destino que subía a su encuentro cuando, empapándose y congelándose instantáneamente, se sumergieron en la ebullición glacial de las nubes. 

Se hallaban en lo que parecía ser un largo túnel vertical. Chamcha, atildado, envarado y todavía cabeza abajo, vio cómo Gibreel Farishta, con su camisa sport color púrpura, nadaba hacia él por aquel embudo con paredes de nube, y quiso gritar: «No te acerques, aléjate de mí», pero algo se lo impidió, un agudo cosquilleo que se iniciaba en sus intestinos, de manera que, en lugar de proferir palabras hostiles, abrió los brazos y Farishta nadó hacia ellos y quedaron abrazados cabeza con pie, y la fuerza de la colisión les hizo voltear y caer haciendo molinetes por el agujero que conducía al País de las Maravillas. Mientras se abrían paso, surgieron de la blancura una sucesión de formas nebulosas, en metamorfosis incesante de dioses en toros, mujeres en arañas y hombres en lobos. Nubes-criaturas híbridas se precipitaban hacia ellos, flores gigantes con pechos humanos colgadas de tallos carnosos, gatos alados y centauros, y Chamcha, en su aturdimiento, tenía la impresión de que también él había adquirido calidad nebulosa y metamórfica, híbrida, como si estuviera convirtiéndose en la persona cuya cabeza estaba inserta entre sus piernas y cuyas piernas se enlazaban alrededor de su largo y estirado cuello. 

Aquella persona, empero, no tenía tiempo para tales fantasías; es más, era incapaz de entregarse al más nimio fantaseo. Y es que acababa de ver emerger del remolino de las nubes la figura de una seductora mujer de cierta edad, con sari de brocado verde y oro, brillante en la nariz y moño alto bien defendido por la laca de los embates del viento de las alturas, que viajaba cómodamente sentada en alfombra voladora. «Rekha Merchant —saludó Gibreel—, ¿acaso no has podido encontrar el camino del cielo?» ¡Impertinentes palabras para ser dichas a una muerta! Pero, en descargo del osado, puede aducirse su condición traumatizada y vertiginosa... Chamcha, agarrado a sus piernas, profirió una interrogación de perplejidad: «¿Qué diablos?» 
«¿Tú no la ves? —gritó Gibreel—. 
¿No ves su recondenada alfombra de Bokhara?» No, no, Gibbo, susurró en sus oídos la voz de la mujer; no esperes que él confirme. Yo soy única y estrictamente para tus ojos, excremento de cerdo, mi bien. Con la muerte llega la sinceridad, amor, y ahora puedo llamarte por tu nombre. 

La nebulosa Rekha murmuraba agrias trivialidades, pero Gibreel gritó otra vez a Chamcha: «Compa, ¿la ves o no la ves?» 

Saladin Chamcha no veía, ni oía, ni decía nada. Gibreel se encaró con ella solo. «No debiste hacerlo —la reprendió—. No, señora. Es un pecado. Una enormidad.» 

Oh, y ahora me riñes, rió ella. Ahora tú eres el que se da aires de moralidad, qué risa. Tú me dejaste, le recordó su voz al oído, como si le mordisqueara el lóbulo de la oreja. Fuiste tú, luna de mis delicias, el que se escondió en una nube. Y yo me quedé a oscuras, ciega, perdida por amor. 

Él empezaba a tener miedo. «¿Qué quieres? No; no me lo digas, sólo márchate.» 

Cuando estuviste enfermo, yo no podía ir a verte, por el escándalo; tú sabías que no podía, que me mantenía apartada por tu bien, pero después me castigaste, lo utilizaste de pretexto para marcharte, de nube para esconderte. Eso, y también a ella, la mujer de los hielos. Canalla. Ahora   Salman Rushdie - Los versos satánicos http://elortiba.galeon.com que estoy muerta he olvidado cómo se perdona. Yo te maldigo, mi Gibreel, que tu vida sea un infierno. Un infierno, porque ahí me mandaste, maldito seas, y de ahí viniste, demonio, y ahí vas, imbécil, que te aproveche la jodida zambullida. La maldición de Rekha y, después, unos versos en una lengua que él no entendía, secos y sibilantes, en los que repetidamente creyó distinguir, o tal vez no, el nombre de Al-Lat. 

Gibreel se apretó contra Chamcha y salieron de las nubes. 

La velocidad, la sensación de velocidad volvió, silbando su nota escalofriante. El techo de nubes voló hacia lo alto, el suelo de agua se acercó y ellos abrieron los ojos. Un grito, el mismo grito que aleteaba en su vientre cuando Gibreel nadaba por el cielo, escapó de labios de Chamcha; un rayo de sol taladró su boca abierta liberándolo. Pero Chamcha y Farishta, que habían caído a través de las transformaciones de las nubes, también tenían contorno vago y difuso, y cuando la luz del sol dio en Chamcha, liberó algo más que un grito. 

«Vuela —gritó Chamcha a Gibreel—. Echa a volar, ya.» Y, sin saber la razón, agregó lada orden: «Y canta.» 
¿Cómo llega al mundo lo nuevo? ¿Cómo nace? 
¿De qué fusiones, transubstanciaciones y conjunciones se forma? 
¿Cómo sobrevive, siendo como es tan extremo y peligroso? 
¿Qué compromisos, qué pactos, qué traiciones a su íntima naturaleza tiene que hacer para contener a la panda de demoledores, al ángel exterminador, a la guillotina? ¿Es siempre caída el nacimiento? ¿Tienen alas los ángeles? 
¿Vuelan los hombres? 

Cuando Mr. Saladin Chamcha caía de las nubes sobre el canal de la Mancha, sentía el corazón atenazado por una fuerza tan implacable que comprendió que no podía morir. Después, cuando tuviera los pies firmemente asentados en tierra, empezaría a dudarlo y atribuiría lo implausible de su tránsito al desbarajuste de sus sentidos, provocado por la explosión, achacando su supervivencia y la de Gibreel a un capricho de la fortuna. Pero en aquel momento no tenía la menor duda: lo que le había ayudado a salir del trance era el deseo de vivir, franco, irresistible y puro, y lo primero que hizo aquel deseo fue informarle de que no quería tener nada que ver con su patética personalidad, con aquel apaño semirreconstruido de mímica y voces, que se proponía desentenderse de todo ello, y Saladin descubrió que se rendía, sí, adelante, como si fuera un espectador de sí mismo en su propio cuerpo, porque aquello partía del centro de su cuerpo y se extendía hacia fuera, convirtiendo su sangre en hierro y su carne en acero, aunque también lo sentía como un puño que lo envolviera sosteniéndolo de una manera que era a la vez intolerablemente dura e insoportablemente blanda; hasta que se apoderó de él por completo y pudo hacerle mover los labios, los dedos, todo lo que quisiera y, una vez estuvo seguro de su conquista, dimanó de su cuerpo y agarró a Gibreel Farishta por los testículos. 

«Vuela —ordenaba a Gibreel aquella fuerza—. Canta.» Chamcha permaneció abrazado a Gibreel mientras éste, al principio lentamente, y después con rapidez y fuerza crecientes, batía los brazos. Más y más vigorosamente braceaba y, al bracear, brotó de él un canto que, como el canto del espectro de Rekha Merchant, se cantaba en una lengua desconocida para él, con una música nunca oída. Gibreel en ningún momento negó el milagro; a diferencia de Chamcha, que trataba de descartarlo por medio de la lógica, él nunca dejó de afirmar que el gazal era celestial y que, sin el canto, de nada le hubiera servido mover los brazos a modo de alas y, sin el aleteo, era seguro que habrían golpeado las olas como pedruscos o cosa así, estallando en mil pedazos al tomar contacto con el tenso tambor del mar. Mientras que ellos, por el contrario, empezaron a frenar. Cuanto más briosamente aleteaba y cantaba, cantaba y aleteaba Gibreel, más se acentuaba la desaceleración, hasta que, al fin, planeaban sobre el canal como papelillos mecidos por la brisa.  Salman Rushdie - Los versos satánicos http://elortiba.galeon.com 

Fueron los únicos supervivientes de la catástrofe, los únicos pasajeros caídos del Bostan que conservaron la vida. Fueron depositados por la marea en una playa. Cuando los encontraron, el más expansivo de los dos, el de la camisa púrpura, deliraba frenéticamente, jurando que habían caminado sobre el agua, que las olas los habían acompañado suavemente hasta la orilla; mientras que el otro, que llevaba un empapado bombín pegado a la cabeza como por arte de magia, lo negaba. «Por Dios que tuvimos suerte —decía—. Toda la suerte del mundo.» 

Yo conozco la verdad, naturalmente. Lo vi todo. Por lo que respecta a omnipresencia y omnipotencia no tengo pretensiones, por el momento, pero una cosa sí puedo afirmar, espero: Chamcha lo deseó y Farishta cumplió el deseo. 
¿Quién obró el milagro? 
¿De qué naturaleza —angélica o satánica— era la canción de Farishta?
¿Quién soy yo? 
Digamos: ¿quién sabe los mejores cantos? Éstas fueron las primeras palabras que Gibreel Farishta pronunció al despertar en la nevada playa inglesa, con una sorprendente estrella de mar junto a la oreja: «Hemos vuelto a nacer, compa, tú y yo. Feliz cumpleaños, paisano, feliz cumpleaños.» 
Y Saladin Chamcha tosió, escupió, abrió los ojos y, como es propio de un recién nacido, se echó a llorar tontamente.
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viernes, 28 de agosto de 2020

Teoría de Sistemas y Deconstrucción

Cinta de moebio

versión On-line ISSN 0717-554X

Cinta moebio  no.46 Santiago mar. 2013

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-554X2013000100003 

Teoría de Sistemas y Deconstrucción
Systems theory and deconstruction

Dr. Carlos Durán
(cduran@uarcis.cl)Escuela de Ciencia Política, Universidad ARCIS (Santiago, Chile)

Abstract
The following article attempts to be a contribution to the reflection on the lines of continuity, proximity relations and possibles elements of differentiationon two theoretical fields of growing importance within the social sciences: theory of systems of Niklas Luhmann and the deconstruction of Jacques Derrida. Along with accounting for the extent of both theories for reflection on the foundations of the social sciences, this article tries to install some useful questions for self-observation of the epistemological foundations of this field of knowledge.

Keywords: systems theory, deconstruction, knowledge, epistemology, social sciences

Resumen
El siguiente artículo reflexiona en torno a las líneas de continuidad, relaciones de proximidad y elementos de diferenciación posibles de detectar en dos campos teóricos de creciente protagonismo al interior de las ciencias sociales: la teoría de sistemas de Niklas Luhmann y la deconstrucción de Jacques Derrida. Junto con dar cuenta de los alcances de ambas teorías para la reflexión relativa a los fundamentos de las ciencias sociales, el artículo pretende instalar algunas interrogantes de utilidad para la auto-observación de los fundamentos epistemológicos de dicho campo del conocimiento.
Palabras clave: teoría de sistemas, deconstrucción, conocimiento, epistemología, ciencias sociales

I. Introducción
¿Qué pueden tener en común deconstrucción y teoría de sistemas?, ¿es posible establecer una analogía entre una disposición teórica a destacar la diseminación del sentido y un ejercicio de observación de unidades que, como los sistemas, constituyen justamente unidades de procesamiento de sentido?

En una primera mirada, la relación entre deconstrucción y teoría de sistemas se torna imposible. Nociones tales como las de "cierre operativo" o "autopoiesis" (solo por mencionar dos categorías recurrentemente presentes en la terminología del sociólogo Niklas Luhmann), por ejemplo, constituirían términos inconmensurables vis a vis nociones caras a la gramática derridiana tales como "diseminación", "iterabilidad" o "indecidibilidad".

Y sin embargo, una observación más atenta de los supuestos con los que opera la teoría de sistemas permite detectar una verosímil proximidad con la deconstrucción: la superación de la oposición sujeto/objeto, así como el reconocimiento de un ineludible "punto ciego" en toda observación y la centralidad de la "observación de observaciones" como mecanismo que hace posible la comprensión, los cuales son algunos aspectos que permitirían determinar una confluencia entre la disposición luhmanniana para con el "conocimiento" y algunas de las operaciones más típicamente deconstructivas, tales como la negación de la unidad del sentido, el reconocimiento de la indecidibilidad de las significaciones y su parasitaria instalación en marcos de saber sobre los cuales se opera deconstructivamente.

La ambigua relación entre la teoría de sistemas de Luhmann y el deconstruccionismo de Derrida no es un tema nuevo, sino que por el contrario ha sido un tópico frecuentemente debatido. González, solo por referir una de las múltiples reflexiones sobre esta relación, sintetiza el vínculo entre deconstrucción y teoría de sistemas con las siguientes palabras: "Luhmann emerge con un curioso intento de desarrollar un pensamiento original vinculado a la cibernética y a la elaboración de una teoría científica de la sociedad, a la vez que hacía uso y resonaba con muchas de las ideas que se manejaban en los debates en torno al postmodernismo y la crisis de la modernidad, el estructuralismo y el postestructuralismo, como por ejemplo Jacques Derrida en las concepciones acerca del lenguaje o Michel Foucault en lo que tiene que ver con el poder" (2003:1).

No obstante lo arriba expuesto, esta eventual confluencia presenta algunos problemas necesarios de ser abordados. En primer lugar, y si la teoría de sistemas de Luhmann constituye una propuesta teórica fuertemente relacionada, en sus supuestos de base, con la deconstrucción: ¿significa esto que la deconstrucción puede devenir en una metodología a ser aplicada en el campo de las ciencias sociales?; ¿significaría, acaso, que la deconstrucción puede tener mucho en común con la comprensión que generan las observaciones de segundo orden?; ¿significa, en consecuencia, que la deconstrucción puede devenir en un constructo epistemológico, en una producción de conocimiento certero? Probablemente, una respuesta afirmativa podría conducir a aseverar que lo que llama a "escándalo"al momento de vincular teoría de sistemas y deconstrucción no sería otra cosa que una mera cuestión de "acentos". Una cuestión de acentos, digo, aludiendo a la posibilidad de que categorías tan aparentemente certeras como la de sistema no sean otra cosa que la cara reversa de la constitutiva indecidibilidad que hace posible, al mismo tiempo que imposible, el sentido, o que la concepción que propone Luhmann acerca del conocimiento se encuentre plenamente advertida de la naturaleza contingente de todo sentido.

En el presente trabajo me he propuesto indagar en algunos aspectos que permitirían instalar a la teoría de sistemas y la deconstrucción en un campo común. Para ello, me concentraré en el concepto de "observación de segundo orden", el cual constituye de acuerdo a la sociología de Luhmann el espacio privilegiado desde el cual "los sistemas comprenden a los sistemas" y, por consecuencia, desde donde puede ser pensada una teoría sociológica capaz de abandonar los presupuestos ontológicos sobre los cuales ésta se ha desarrollado hasta ahora.

En la primera parte del trabajo, me aproximaré a lo que se podría llamar un "acuerdo negativo" que vincula a la teoría de sistemas y la deconstrucción. Me refiero específicamente al acuerdo en torno a la crítica de la "epistemología tradicional" (Luhmann) y la "metafísica de la plena presencia" (Derrida); en la segunda parte, intentaré dar cuenta de algunos de los aspectos centrales de la teoría luhmanniana de sistemas, concentrándome en los supuestos que rondan a la noción de observación de segundo orden para, en la tercera parte, confrontarla con algunos de los ejes centrales de lo que podría ser entendida como una "práctica deconstructiva".

II. La deconstrucción y la teoría de sistemas frente a la teoría del conocimiento

Desde que -en el ya lejano siglo XIX- Dilthey estableció la célebre distinción entre "ciencias de la naturaleza" y "ciencias de la cultura", aquello que se constituye como objeto de las ciencias sociales se ha asumido como un "problema en sí mismo", un espacio reflexivo condicionado por la pérdida de la culpable ingenuidad de suponer que el mundo puede ser aprehendido por medio de una "estricta presentación de los hechos", ya como lo planteaba el historiador alemán Leopold Von Ranke. Si ello es así, ¿cómo será posible entonces dar con su significado, sus contenidos y sus pautas de existencia? Tal ha sido, en definitiva, la pregunta que ha marcado la deriva de toda una tradición de pensamiento que ha intentado resolver positivamente, desde un lugar alejado de las coordenadas positivistas, la compleja relación entre el sujeto que conoce y el sentido por conocer. Deriva que, por ejemplo, incluye a la fenomenología, la hermenéutica, el interaccionismo simbólico o la teoría de la acción comunicativa de Jurgen Habermas.

Ahora bien, y pese al carácter afirmativo con que se resuelve la pregunta acerca de la posibilidad del conocimiento, nos encontramos en un campo en el cual, se reconoce, éste no se obtiene de modo transparente y directo. Obsérvese en este sentido la siguiente lectura que Luhmann ofrece en alusión a la estrategia "idealista" de superación del problema de la relación entre conocimiento y realidad: "En la tradición de la teoría idealista del conocimiento se trataba de la pregunta por la identidad de la diferencia entre conocimiento y objeto real. La pregunta era: ¿Cómo puede el conocimiento aprehender un objeto que está situado fuera de él? O: ¿cómo puede el conocimiento afirmar que algo puede existir independientemente de él, cuando todo lo que se aprehende ya presupone conocimiento y no puede por consiguiente ser independiente y, al mismo tiempo, ser afirmado por el conocimiento? Mientras se trató de resolver el problema de forma teórica trascendental o dialéctica se trató siempre de este problema: ¿Cómo es posible el conocimiento, si no puede haber ninguna relación con la realidad independiente del conocimiento?" (1998:70).

El conocimiento, entonces, se vincula ya en esta tradición en una paradojal relación con "aquello que conoce", toda vez que se asume que el acto mismo del conocimiento forma parte de la realidad por conocer. ¿Cómo responder a este impasse? De acuerdo a Luhmann, la resolución a la paradoja de un conocimiento como contenido y continente se intentó generar, con el afán de mantener la dualidad entre sujeto y objeto, configurando la idea de un "mundo en común" posible de ser aprehendido por medio de la "introspección". Sigamos a Luhmann: "La teoría del sujeto del conocimiento (…) siempre trató de resolver el círculo de la paradoja mediante introspección, en el sentido de cómo los otros se comportaban frente al mundo. Pudo conceder que no hay ninguna entrada directa a la vivencia de otro sujeto; pero cuando menos uno podía volverse al fenómeno de la propia conciencia, con cuyos principios también los otros ordenan los objetos en el mundo. La teoría del sujeto debió de presuponer un mundo observable en común y con ello pidió pensar el desacoplamiento de cada uno de los sistemas cognoscentes como condición de posibilidad del conocimiento" (1998:72).
Concentrémonos brevemente en la tradición fenomenológica, la cual podemos entender como una de las que con más fuerza intentó "salvar" la referida dualidad sujeto-objeto como condición de posibilidad del conocimiento. 

La fenomenología, claro está, no se encuentra ajena a la sospecha respecto a la transparencia de la atribución y transmisión de sentido, por lo que se propone "ir más allá" de las distinciones y categorizaciones objetivistas basadas en la confianza en que el "yo del otro" se presenta como algo dado transparentemente a la interpretación. Sin embargo, este reconocimiento respecto a la opacidad del sentido que se transmite al otro no clausura la posibilidad de su aproximación por parte de un sujeto de la comprensión. Tal es el rol que juega por ejemplo, en la sociología de Schutz, la noción de "co-simultaneidad" o "co-presencia": "mis vivencias de ti están constituidas en simultaneidad o casi simultaneidad con tus vivencias. Solo debido a esto ocurre que, cuando miro hacia atrás, soy capaz de sincronizar mis vivencias pasadas de ti con tus vivencias pasadas" (1993:136).

Con la noción de co-presencia, así, la fenomenología de Schutz elude los equívocos a los que a su juicio conduce la concentración en los "indicadores objetivos" del sentido subjetivo de la acción. Para ello, el sujeto de la comprensión hace uso de un "contexto de experiencia" que acerca su propia vivencia a la vivencia significada del yo del otro. Como vemos, es precisamente el acto de la "auténtica comprensión del yo del otro" el que se constituye como manifestación de una distancia del sujeto de la comprensión respecto al yo del otro o, dicho en otros términos, como el índice total de aproximación posible frente a la ausencia que "se presenta". Puesto que no podemos conocer el yo del otro, y puesto que las "indicaciones" siempre son una objetivación equívoca del sentido subjetivo, sólo queda por consecuencia aprehender el sentido por medio de un acto de comprensión posibilitado por los contextos de significado, acto que sin embargo siemprees solo "aproximativo", y que opera en función de un advertido "como sí": el "como sí" de la plena presencia del otro.

¿Qué podemos concluir de esto? Para Luhmann, la urgencia fenomenológica por mantener la posibilidad de aprehensión de un sentido pleno y estable, aun advertidas las dificultades que ello acarrea, implica la presencia de una serie de supuestos frente a los cuales su propuesta teórica pretende constituirse como superación. Me refiero, concretamente, a los supuestos de una dualidad sujeto-objeto, de una dualidad realidad-conocimiento, y a la fuerte presencia, en última instancia, de una ontología que supone la "unidad de lo existente".

En el caso de la hermenéutica ocurre algo similar. El reconocimiento tanto de la "distancia histórica" (Gadamer) como de la "otredad", que se encuentran en el corazón de la aproximación hermenéutica al conocimiento y su particular concepción de la interpretación, convive problemáticamente con la búsqueda por dar con esa distancia y esa otredad. En otros términos: si la distancia con el otro (un otro diacrónico o sincrónico) está presente en toda mirada, dicha mirada debe ser capaz de, en algún punto, "domesticar" esa otredad, dialogar con ella, comprenderla, aprehenderla. En fin: conocerla. Esta situación paradojal es ejemplificada por Paul Ricoeur  en la dicotomía entre Verdad y Método presente en la propuesta hermenéutica de Gadamer: "…por un lado…el distanciamiento alienante es la actitud a partir de la cual es posible la objetivación que rige en las ciencias del espíritu o ciencias humanas; pero este distanciamiento, que condiciona el estatuto científico de las ciencias, es al mismo tiempo lo que invalida la relación fundamental y primordial que nos hace pertenecer y participar de la realidad histórica que pretendemos erigir en objeto. De allí la alternativa subyacente en el título mismo de la obra de Gadamer, Verdad y Método: o bien practicamos la actitud metodológica, y así perdemos la densidad ontológica de la realidad estudiada, o bien practicamos la actitud de verdad, pero entonces debemos renunciar a la objetividad de las ciencias humanas" (2004:95).

Cosa no muy distinta ocurre con la así llamada "tradición de la sospecha" de la cual formarían parte campos tan diversos como el psicoanálisis y la sociología.
Observemos el argumento de Luhmann en relación a esto: "El observador primero era llevado a la zona de lo inocuo, de la ingenuidad, o era tratado como alguien que, sin saberlo, escondía algo. El conocimiento mejor se coló mediante la interposición de una sospecha y esta generalización del principio de la sospecha posibilitó el que disciplinas enteras –desde el psicoanálisis hasta la sociología- se establecieran en el mundo con una competencia colateral con la que cada una sabe, o al menos presume que sabe, de qué situación se trata" (1998:110).

Sospecha como búsqueda del "fundamento oculto de las cosas", como búsqueda del sentido último de las cosas. Sospecha, a fin de cuentas, como búsqueda por aprehender la "unidad de lo múltiple". Tal es, análogamente, la objeción que señala Derrida en relación a una hermenéutica de la sospecha que, para el filósofo argelino, lejos de sentenciar el fin de la metafísica de la plena presencia, se instaló en su corazón mismo. En palabras de Ferraris: "La voluntad de desenmascarar -de echar luz más allá del velo de las apariencias, de llegar a lo propio que se esconde detrás de la metáfora- no es el acto final de la metafísica, el mediodía de los espíritus libres del que habla Nietzche; al contrario, es precisamente el acto inicial de cualquier metafísica. Por otro lado, la metafísica no lo es en tanto que ignora que la misma ‘verdad’ no es más que una antigua metáfora: lo es, más bien, porque, consciente del carácter metafórico de los propios enunciados, ha intentado, a lo largo de toda su ‘historia’, reducir lo metafórico a lo propio, a lo adecuado, a lo conceptualmente unívoco" (1990:346).

Tanto en Luhmann como en Derrida, en definitiva, opera la misma distancia frente a toda una tradición de la filosofía del conocimiento. En ambos, opera una igualmente activa búsqueda por superar la ontología de la unidad del ser o, como lo señala Derrida, una activa búsqueda por superar aquella forma de enfrentarse al mundo "que pretende descifrar, sueña con descifrar una verdad o un origen que se sustraigan al juego y al orden del signo, y que vive como un exilio la necesidad de la interpretación" (1989:400).

III. La imposible condición de posibilidad del conocimiento

Si los supuestos sobre los cuales ha operado la teoría del conocimiento han quedado desmantelados, y si por tanto el conocimiento entendido en última instancia como adecuación o aprehensión del sentidoconstituye una imposibilidad: ¿qué queda entonces?; ¿es posible continuar hablando de conocimiento y, aún más, de comprensión? La respuesta de Luhmann a esta última interrogante será afirmativa. Es más, conceptos en principio tan fuertestales como los de "ciencia", "sociedad", "realidad" y "verdad" reaparecerán de manera protagónica en la propuesta del sociólogo alemán, aunque esta vez procesados de manera estrictamente opuesta, creo posible afirmar, a la forma en que fueron utilizados por la "tradición moderna".

¿Cómo será posible entonces seguir pensando en la posibilidad del conocimiento? La respuesta de Luhmann podemos comenzar a aprehenderla una vez que damos con el desplazamiento que pretende sostener en relación a lo propio del conocimiento: "El conocimiento es solo posible porque no puede ponerse en contacto con la realidad" (1998:70). Para entender el sentido de esta afirmación, es preciso situarla al interior de lo que ha de asumirse como un intento constructivista por asumir la autorreferencialidad del conocimiento, entendido esto ya no como un problema a superar sino que más bien como una afirmación "ontológica": "Existe un mundo externo, lo que provoca que el conocimiento como una operación autónoma pueda ser guiado; pero no tenemos ningún tipo de acceso privilegiado hacia él. El conocimiento no puede tener acceso a la realidad sino mediante conocimiento. Se trata, con otras palabras, de un proceso autorreferencial. El conocimiento sólo se puede conocer a sí mismo (…) el conocimiento tiene que ver con un mundo externo que permanece desconocido, y debido a ello debe aprender consecuentemente a ver que no puede ver lo que no puede ver" (Luhmann 1998:93).

Sobre la base de tal desplazamiento en la concepción del conocimiento ejercida por Luhmann es que se hace posible pensar a los "sistemas" como su unidad objetual básica, unidad sólo posible de ser pensada si partimos del reconocimiento de la imposibilidad del acceso a la realidad "tal cual es", condición de posibilidad para la superación definitiva tanto de los enfoques subjetivistas como objetivistas del conocimiento. Enpalabras del propio Luhmann: "Nosotros lo que proponemos es sustituir la diferencia sujeto/objeto, por la de sistema/entorno. Por un lado, esta distinción sigue perteneciendo a la posición clásica del problema en la medida en que toma su punto de partida de una diferencia, y en la medida en que permite que una parte vuelva a reentrar en la otra. Sobrepasa, por otra parte, la posición clásica del problema, porque revierte tanto la teoría del sujeto como la del objeto. Esta posición puede sustituir la pregunta por el desacoplamiento del sistema mediante cerradura, por la de la diferenciación de los sistemas, y puede sustituir la premisa de un mundo común, por una teoría de la observación de los sistemas que observan"(1998:72).

Lo arriba indicado implica dos cuestiones de suma relevancia que aquí solo enunciaré brevemente: en primer lugar, la noción de sistema no podría "representar" una referencia a una exterioridad cualquiera. No correspondería asumirlo, por lo tanto, como una "interioridad" en relación a una "exterioridad" supuesta, de lo cual se deduce que su constitución-reproducción no puede ser otra cosa que un proceso autopoiético; en segundo lugar, y puesto que todo sistema constituye en último término una "totalidad", algo debe quedar fuera para que el sistema se constituya como tal. Sin embargo, aquello que queda fuera debe ser pensado como el efecto mismo del sistema, es decir, como el resultado de una operación que se debe asumir como primaria en todo sistema: la distinción entre sistema y entorno. Y es esto, precisamente, lo que define el carácter autopoiético de todo sistema, en la medida en que es el resultado de operaciones de autoorganización a partir de una constante distinción sistema-entorno que el propio sistema realiza de manera recursiva. En sus palabras: "Como recursivo se designa aquel proceso que utiliza sus propios resultados como plataforma para las operaciones inmediatamente subsecuentes; por tanto, lo que se emprenderá estará codeterminado por las operaciones contiguamente anteriores" (Luhmann 1998:107).

El entorno, consecuentemente con lo arriba señalado, siempre ha de ser asumido como relativo a un sistema (correlato negativo del sistema), esto es, como un modo de azar definido como tal desde el punto de observación de un sistema. En palabras de Izuzquiza: "una porción de azar que el sistema reconoce como abierta ante sí y que es, por otra parte, condición de su propia existencia. No puede haber sistema sin un ámbito de posibilidades respecto a las que éste pueda ejercitar su selección. Y este ámbito no es más que el entorno" (1990:159).

Claro está, entonces, que lo que nombra la teoría de sistemas no es una unidad como tal, sino que más bien una operación -la diferencia- que contiene en sí misma una operación de conocimiento: "una teoría debe estar estructurada según la lógica de la diferencia. Debe ofrecer posibilidades para diferenciar, para establecer distinciones, más que para construir unidades. Una teoría será adecuada en tanto pueda tratar con diferencias, pueda crear nuevas diferencias y procesarlas de un modo siempre dinámico" (Izuzquiza 1990:44).

Realizado este sumario trayecto por la concepción de sistema ofrecida por Luhmann es que puedo retornar a la pregunta relativa a la posibilidad de un conocimiento que asume la imposibilidad de "aprehender" algo fuera de su propia operación. El conocimiento, desde esta perspectiva, se encuentra estrechamente ligado a la operación de observación que cada sistema hace respecto a sus propias operaciones, y sólo es posible de ser pensado como efecto del carácter autopoiético de las mismas: "El conocimiento se definirá mediante operaciones de observación y de descripción de las observaciones. Esto incluye observaciones de las observaciones y descripciones de las descripciones (…) siempre debe ser el observar y describir una operación autopoiética, por consiguiente una realización biológica o una conciencia actual o comunicación; de otra manera no se podría reproducir la cerradura y la diferencia del sistema cognoscente, puesto que la observación no se llevaría a cabo en el sistema mismo" (Luhmann 1998:74).

Todo conocimiento, por lo tanto, opera a partir de un doble ejercicio de distinción (por medio de lo cual se produce la diferencia entre sistema y entorno) e indicación (por medio de la cual se especifica lo propio del sistema) más allá del cual no existe una "realidad" esperando a ser aprehendida. Y es que, en definitiva, la operación propia del sistema (el conocimiento) es lo que constituye al mismo tiempo el ejercicio y el objeto del conocimiento: "Todas las distinciones e indicaciones son puras operaciones recursivas de un sistema (…) y estas operaciones no pueden salir del sistema, ni pueden traer algo fuera hacia adentro mediante, por así decirlo, una mano larga. Todas las adquisiciones, sobre todo aquellas que se designan como información, son resultado puramente interno. No hay ninguna información que pueda ser traída desde fuera hacia adentro, ya que precisamente la diferencia y el horizonte de posibilidades por las que la información puede llegar a ser una selección no existen en el entorno, sino que se trata de un constructo interno del sistema" (Luhmann 1998:102).

Concebido así, el conocimiento se asume como una operación que ya no se enfrenta al drama de su escisión con la realidad, en la medida en que el mundo, entendido como una "unidad" a ser aprehendida, deja de ser concebido como tal. En palabras de Luhmann: "El efecto de esta intervención de la teoría de sistemas puede ser descrito como una desontologización de la realidad. Esto no significa que se ignore la realidad (…) lo que se pone en tela de juicio es sólo la relevancia teórica para el conocimiento de una representación ontológica de la realidad" (1998:99).

Tal como es posible deducir de lo expuesto hasta aquí, un sistema ha de ser asumido como una unidad que se constituye por medio de su propia observación. Las operaciones propias a este nivel serán denominadas como "observación de primer orden", entendida como una operación que produce al mismo tiempo que es efecto del propio sistema y sus contornos (diferencia sistema-entorno) creados por la misma operación de observación. Y dicha operación es, justamente, lo que debemos entender por conocimiento: "El conocimiento sólo es posible cuando y debido a que el sistema, en el plano de sus distinciones y descripciones, se cierra operativamente y de esa manera crea una diferencia con respecto a lo que se designa como entorno. La consideración de que el conocimiento sólo es alcanzable mediante el rompimiento que llevan a cabo las relaciones operativas con respecto al entorno, no quiere decir que el conocimiento no sea algo real. Lo único que afirma es que para las operaciones con las que un sistema cognoscente se diferencia, no puede haber nada que corresponda con el entorno; porque, si hubiera algo fuera que correspondiera, el sistema permanentemente se disolvería en el entorno y con ello el conocimiento sería imposible" (Luhmann 1998:89).

Pues bien, el límite de la observación de primer orden se encuentra signado precisamente por el hecho de que ésta se realiza al interior de los marcos mismos del sistema al cual pertenece. Es decir: el límite de la observación de primer orden es el propio sistema, con lo cual ésta no puede ni representar su entorno ni la propia distinción entre sistema/entorno sobre la cual se sostiene. Todo sistema, por lo tanto, opera a condición de un límite, un punto ciego, una autoobservación imposible. Y ello implica, por consecuencia, que todo sistema opera en torno a una paradoja constitutiva, consistente en su imposibilidad de conocer lo que conoce y lo que no conoce. Tal es, justamente, el dilema de la imposibilidad del conocimiento al cual he hecho referencia más arriba. Obsérvese en este sentido el siguiente argumento de González: "El conocimiento es necesario -de hecho imprescindible- para el sistema, porque su reproducción como sistema depende de su continuo y permanentemente exitoso acoplamiento a su entorno. Pero es imposible porque el sistema no tiene acceso al entorno, ya que todas sus operaciones se dan al interior y en virtud de la organización del propio sistema. O, dicho de otro modo, las operaciones llevadas a cabo por el sistema como reacción a lo que percibe como estímulo del entorno, depende de su organización interna y no de las características del entorno. El sistema es ciego a su entorno, aunque debe acoplarse continuamente a él para seguir existiendo. El hecho de que exista y siga evolucionando es evidencia de que su relación es exitosa, es decir que conoce su entorno, a pesar de que no conoce lo que conoce" (2003:7).

Por otro lado, sin embargo, es este mismo desconocimiento del entorno lo que posibilita el conocimiento, toda vez que produce el cierre operativo que permanentemente realiza cada sistema en relación a su entorno y sobre sí mismo. Y es que, en definitiva, "el punto ciego de la distinción que utiliza cada observación es, al mismo tiempo, su garantía de mundo" (Luhmann 1998:103).

¿Puede por consecuencia el sistema-observador "observar" la diferencia que lo constituye? Evidentemente no. Y para ello están las observaciones de segundo orden, entendidas como operaciones de observación (que evidentemente provienen de un sistema que observa a otro sistema y que, eventualmente, puede ser observado en sus operaciones por otro sistema) que tienen como función central el enfrentarse a lo que el observador de primer orden no puede ver, es decir, las distinciones sobre las cuales éste opera, llamadas también "estructuras latentes". La observación de segundo orden, así, asume como objeto privilegiado de comprensión a las formas que asumen, en un sistema, las paradojas que lo constituyen, dando cuenta al mismo tiempo de la manera en que éstas paradojas son sorteadas por el propio sistema para asegurar su operatividad. De lo que se trata, entonces, es de comprender "cómo otro observador invisibiliza sus propias paradojas" (Luhmann 1998:112).

En la observación de segundo orden, en definitiva, "se observa (...) la distinción con la que el primer observador observa, y cómo él en la realización de la observación de esta distinción no puede distinguirla, y por tanto se observa lo que para él es inconsciente o permanece incomunicable. En jerga que es específica de la sociología se puede decir: el observar se dirige ahora a las estructuras y funciones latentes del observador observado" (Luhmann 1998:109).

Observación de segundo orden, por lo tanto, entendida como visibilización de los ejercicios binarios (siempre paradójicos) sobre los cuales un sistema se constituye. Visibilización que, no obstante, y lejos de interrumpir la posibilidad de la comprensión, constituyen su razón de ser: "El paso de la pregunta por la relación a la unidad, se sustituye por la pregunta de un uso operativo de la diferencia, y allí se puede reconocer que con ello el círculo tautológico y las paradojas no se pueden soslayar sino que forman parte del juego"(Luhmann 1998:95).

IV. Conocimiento, deconstrucción y paradoja

He concluido el apartado anterior dando cuenta de la relevancia que la visibilización de las codificaciones binarias propias a todo sistema tiene para la noción de observación de segundo orden desarrollada por Luhmann. He terminado con esto, atendiendo a la relevancia análoga que, para la deconstrucción, manifiesta el ejercicio de visibilización de los códigos binarios presentes en las operaciones de construcción de significado. Ahora bien, ¿significa esta concentración en las codificaciones binarias propia de la deconstrucción y la teoría de sistemas un argumento como para determinar la existencia de una relación de contigüidad entre ambos paradigmas?

Tal como se ha planteado ampliamente desde distintos lugares (Asensi, Rojo, Culler), es en el campo de la teoría literaria que la deconstrucción ha encontrado un lugar fértil en el cual expresarse. Y ello no resulta extraño, debido a que en primer lugar su objeto se presenta como exclusivamente escritural y, en segundo lugar, debido a que la teoría literaria siempre ha sido entendida como un lugar que se vincula conflictivamente con el campo de la ciencia, en una paradojal relación de frontera. Pero ahora, ¿puede la deconstrucción operar en el ámbito de las ciencias sociales en general? Desde el canon disciplinar, la respuesta debiera ser rotundamente negativa. Y los argumentos para ello serían básicamente dos. En primer lugar, por cuanto las ciencias sociales habitan una forma particular de lenguaje, el lenguaje lógico-argumentativo, que no requiere de la inserción de una exterioridad que explicite sus paradojas. Ello, en la medida en que las paradojas, las contradicciones y la indecidibilidad no formarían parte de dicha forma del lenguaje.

En segundo lugar, y a diferencia de la teoría literaria, las ciencias sociales operarían en función de un "exterior" que impediría asumirlas como un "universo en sí misma". Ese exterior, constituido por la "realidad social", sería el que en última instancia sirve de árbitro para distinguir, de acuerdo a los cánones generales de la ciencia, entre una producción textual adecuada y una producción textual inadecuada.

De acuerdo a estos criterios, por consecuencia, la generación de una lectura deconstructiva en el ámbito de la textualidad de las ciencias sociales no sería otra cosa que un ejercicio infértil, toda vez que tanto las reglas del lenguaje lógico-argumental como la existencia de una "realidad externa" a la propia producción textual dotarían a éstas de los instrumentos que hacen posible su "auto-observación" y "evaluación".

¿Cómo disponer a la deconstrucción frente a esta distancia pretendida por las ciencias sociales? En su texto La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas Derrida destacaba, con el conocido ejemplo del efecto desestabilizador que en la oposición estructuralista entre naturaleza y cultura generaba el factum de la prohibición del incesto, la precariedad de las oposiciones binarias propias del saber moderno (Derrida 1989:390).Mostraba así una posible forma de ingresar la deconstrucción al campo del saber moderno: explicitar sus paradojas por medio de la visibilización de las oposiciones binarias jerárquicas a través de las cuales dicho saber estabiliza el sentido de su textualidad. Para Culler, la visibilización del carácter metafísico de las oposiciones binarias reseñadas constituyen quizás la operación por excelencia de todo ejercicio deconstructivo: "La deconstrucción no aclara los textos en el sentido tradicional de intentar captar un contenido o tema unitario; investiga el funcionamiento de las oposiciones metafísicas en sus argumentos y los modos en que las figuras y las relaciones textuales… producen una lógica doble y aporética" (1992:99).

¿En qué consiste la paradoja? Antes que nada, la paradoja se dirige hacia el lugar mismo de los géneros, de las distinciones entre lenguajes, entre campos de saber, entre el saber y aquello que se sabe. Para lo que nos ocupa, se dirige hacia las dos oposiciones que sustentan el lenguaje de las ciencias sociales: la oposición entre lenguaje argumentativo y lenguaje literario, por una parte, y la oposición entre exterior e interior.
Con respecto a la primera oposición (entre lenguaje argumental y lenguaje literario), existe una multiplicidad de lugares desde los cuales dicha oposición ha sido desestabilizada. Richard Rorty, por ejemplo, plantea que la distancia entre el lenguaje argumental y el lenguaje metafórico es equivalente a la distancia entre la "metáfora viva" y la "metáfora muerta. Es decir, corresponde meramente a una cuestión si se quiere "temporal" de distinción entre el lugar de lo instituido y el movimiento instituyente. Desde el campo de la teoría literaria, por su parte, se ha desarrollado ampliamente un ejercicio de desestabilización de la oposición referida, atendiendo a la puesta en cuestión de los criterios de frontera en los cuales ésta se funda. Es así como las especificidades que desde uno u otro polo apelan a criterios tales como la "ficcionalidad", la "retoricidad", la "universalidad", la "lógica", los "criterios de verdad", se han diluido en la explicitación de una distancia "indecidible" entre ambos lenguajes (1).

La segunda oposición reseñada -la oposición entre interioridad y exterioridad- se instala como estrategia para la fundación de los criterios de objetividad que definen a toda ciencia en general, y a las ciencias sociales en particular. Y sin embargo, la distinción interior-exterior constituye un criterio de delimitación igualmente inestable, en la medida en que el "afuera", junto con ser constituido desde el "interior", opera como condición de posibilidad de este último. Por lo demás, y si todo acto de "nominación" de aquel exterior definido como objeto ha de ser entendido tanto en su dimensión performativa como en su carácter de reducción inevitable de aquello que se nombra, la "ilusión de verdad" de las categorías que conforman el léxico de las ciencias sociales se vuelve a lo menos objetable, tan objetable como la confianza de una representación del mundo que funda una verdad sobre la base de su reducción categorial.

Como podemos percibir, la puesta en cuestión de las oposiciones entre "lenguaje argumentativo" y "lenguaje figurativo", así como la desestabilización de la oposición entre exterior e interior sobre la cual se fundan las ciencias sociales constituye un ejercicio que, pensado en términos de teoría de sistemas, bien pudiera ser definida como 1) una observación de los "puntos ciegos" presentes en toda observación sociológica que solo puede ser observada por un "observador de segundo orden" y 2) una constatación ontológica de la inexistencia de un objeto pleno y estable esperando ser aprehendido por un sistema de saber (2).

Pero no es solo el ejercicio análogo de visibilización de las paradojas lo que acerca deconstrucción y teoría de sistemas. Además, y al igual que la teoría de sistemas, la deconstrucción opera sólo a condición de situarse en un "contexto", prevenida contra todo posicionamiento en una atalaya capaz de distinguir lo verdadero de lo falso, lo eficiente de lo ineficiente. Sin contexto, no hay deconstrucción, de la misma manera en que sin sistema no hay "comprensión de los sistemas". Junto a ello, tanto para la deconstrucción como para la teoría de sistemas, su "objeto privilegiado" (la escritura y los sistemas, respectivamente), son objetos "sin sujeto". De la misma manera, escritura y sistemas alcanzan un carácter autorreferencial. Y ello implica que, por una parte, el sistema no media entre hombres y mundo, ni la escritura entre sujeto y sujeto. La escritura no es un medio, sino que un contenido en sí mismo, de la misma manera en que el conocimiento de los sistemas implica una operación que al mismo tiempo constituye el propio objeto de conocimiento.

V. Conclusión

En este trabajo, me he propuesto dar cuenta de algunas de las relaciones de proximidad posibles de determinar en dos expresiones teóricas a primera vista inconmensurables entre sí: la teoría de sistemas y la deconstrucción.

¿Significa lo expuesto en este texto que deconstrucción y teoría de sistemas bien pueden ser fundidos en un mismo paradigma? 
Para Teubner, el análogo tratamiento de las paradojas en la deconstrucción y la teoría de sistemas debe aguardar, antes del veredicto definido acerca de la proximidad entre ambas estrategias, el momento en que los "estrechos senderos" se bifurcan. 
La visibilización de las paradojas puesta como momento central de la operación deconstructiva opera como un mecanismo de diseminación, de multiplicación de sentidos cuyo destino es la desestabilización, entendida como afirmación ontológica de la diferencia. En el caso de la "observación de observaciones" propia de la teoría de sistemas, por el contrario, la observación de segundo orden opera en términos de "reducción de complejidad", lo que en otros términos pudiera entenderse como producción-aprehensión del sentido de lo observado, más allá de las paradojas por medio de las cuales dicho sentido se expresa. Mientras la deconstrucción operaría en la dirección de afirmar la indecidibilidad y el límite de todo saber, la teoría de sistemas operaría en términos de dar con las operaciones de clausura con que todo sistema asegura sus condiciones de existencia. De esta forma es que, en la teoría de sistemas, "la paradoja de la distinción que no se puede distinguir a sí misma no será resuelta, sino que será traída a una forma en la que se haga útil su procesamiento. Expresado de otra manera: el problema del último fundamento será estratégicamente evadido" (Gripp-Hagelstange 2004:39).

En definitiva, mientras que la deconstrucción "sirve, ante todo, como un ejercicio ontológico, como indicación de la inconmensurabilidad del observador respecto al objeto de la comprensión" (Ferraris 1990:354), la teoría de sistemas operaría con la pretensión de avanzar un paso más, asumiendo la inconmensurabilidad entre el observador y lo observado para, a partir de allí, generar conocimiento, es decir, "comprender a los sistemas". Y es precisamente en este momento en que, a mi juicio, comienza a visibilizarse de manera más prístina la distancia entre deconstrucción y teoría de sistemas. Lo que en un primer momento aparecía como una mera "afirmación metafórica" -el carácter científico de la teoría de sistemas- reaparece ahora bajo su forma plena: una metodología para el "conocimiento" de la operatoria de los sistemas.

Mientras la teoría de sistemas opera a partir de la visibilización de las paradojas con el objetivo de "comprender a los sistemas", el ejercicio deconstructivo, irreductible a toda traducción metodológica, se dirige por la ruta de la afirmación de la diferencia, de la diseminación. Si como señala Teubner, deconstrucción y teoría de sistemas coinciden en la afirmación de la paradojal relación entre "derecho, fuerza y justicia", las distancias entre ambos paradigmas se visibilizarán en el momento en que, mientras la teoría de sistemas daría cuenta del "cierre operativo" que resuelve la paradoja del Derecho, la deconstrucción afirmaría la a-científica, a-metodológica e "inoperante" posibilidad de la justicia.

Notas
(1) Para una referencia a los contenidos específicos de la distinción-indistinción entre el lenguaje argumentativo y el lenguaje poético, ver Rojo (Diez Tesis sobre la Crítica).
(2) Las similitudes en el tratamiento de los "códigos binarios" con que opera la deconstrucción y la teoría de sistemas de Luhmann puede verse desarrollada en Teubner (Economics of Gift-Positivity of Justice. The Mutual Paranoia of Jacques Derrida and Niklas Luhmann. Theory Culture & Society).


Bibliografía

Culler, J. 1992. Sobre la deconstrucción. Madrid: Cátedra.         [ Links ]
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Gripp-Hagelstange, H. 2004. Niklas Luhmann o: ¿En qué consiste el principio teórico sustentado en la diferencia? En: J. Torres. Luhmann: la política como sistema. México: FCE, pp. 27-50.         [ Links ]
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Luhmann, N. 1998. Teoría de los sistemas sociales II (artículos). Barcelona: Anthropos.         [ Links ]
Ricoeur, P. 2004. Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II. México: FCE.         [ Links ]
Schutz, A. 1993. La construcción significativa del mundo social.Barcelona: Paidós.         [ Links ] 

Recibido el 1 Oct 2012
Aceptado el 12 Ene 2013

El Túnel, ejercicio deconstructivo


El Túnel, ejercicio deconstructivo
Julio Salinas Lombard
Maestría en Humanidades
Universidad de Monterrey (México)


   
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Descripción. Este es un ejercicio deconstructivo de la novela El túnel, de Ernesto Sábato, cuyo punto de partida es la ausencia de toda descripción física de María Iribarne, la mujer de la cual se enamora el personaje principal, Juan Pablo Castel. La aproximación considera algunas observaciones de las posturas psicoanalítica y existencialista, y concluye en la reflexión sobre los méritos de la obra que pueden ser atisbados en sus márgenes (o en lo que no está propiamente enunciado en sí misma).
Description. This is a deconstructive exercise about The Tunnel, Ernesto Sabato’s novel. Its start point is the absence of all physical description of Maria Iribarne, the woman with who Juan Pablo Castel falls in love. The approach considers some observations of the psychoanalytic and existencialist positions, and concludes in the reflection about the merits of the novel that can be perceived around its margins (out of its own enunciation).
Palabras clave: Túnel, Nada, Psicoanálisis, Existencialismo, Razón.

Se antoja, desde la primera mención, que María Iribarne, que será víctima de un matricidio simbólico, que encantará y perderá a Juan Pablo Castel, sea descrita de alguna manera, pero no ocurre así.
No hay una sola mención al respecto en El túnel. No ocurre y late en la lectura, sin embargo, la codicia de conocerla, acaso porque el personaje, que es el narrador omnipresente, ya ha conseguido, desde un inicio, aprisionar al lector con su retórica [1], en su incesante ejercicio inductivo, en su razonamiento implacable, y no le parece descabellado que esa descripción venga a decorar el ímpetu de ese deseo, darle acabada forma, justificación.
Llegado a ese punto, cuando se asume que la descripción de María Iribarne sería una prueba de la autenticidad de la pasión de Juan Pablo, entonces, y debido a ello, se sabe que María Iribarne no es descrita por Juan Pablo porque Juan Pablo jamás la miró, o porque, habiéndola mirado, jamás se ocupó de ella sino de su furtivo, quizá imaginario significado.
Para Juan Pablo, María Iribarne no es un signo, no es una transitoriedad, no es un pedazo de tiempo, de carne, de vida, sino el profundo significado en sí mismo, el señuelo del abismo, el propio abismo, existencia pura, virgen, madre, pero también, como ya ha sido dicho, es el deseo narciso de hallarse con su propio reflejo, de que ella sea el reflejo exacto en el que espera verse y emanciparse, escucharse y sentir aliviada una auto-afligida y flagelante soledad.
De ahí podría deducirse que la descripción de María Iribarne entorpecería el propósito de Juan Pablo, que es no dejar de pensar en sí mismo. Juan Pablo es capaz de defender su monólogo existencial hasta lo indecible; quiere a María Iribarne como se quiere lo imposible, y en tanto sea imposible, la querrá más, pero cuanto menos distancia exista entre ambos, cuanto más inminente sea la presencia del signo, su cuerpo, cuerpo con el que se relaciona pero del que no dice más, del que no se muestra, de hecho, conmovido ni satisfecho [2], entonces, aún cuando parezca que nada se interpone entre él y María, el signo se diluye nuevamente, se fragmenta, se opaca, se pierde, porque Pablo lo que busca no es a María, no es el cuerpo de María, no es la atención de María, como ocurre con aquel fulgor del fósforo y la siniestra sonrisa de María, sino él, siempre él, perdido en su extravío y extraviado en una obsesión pasional.
María Iribarne es un signo que proyecta el propio Pablo, pero también es un vacío que va engullendo sus propias aproximaciones. María es un signo hueco, un signo que está condenado al sublime destino de la muerte.

Volvamos al inicio. Con el imperfecto “se antoja”, un modo atenuado de nombrar el deseo del lector, e independientemente de que éste sea o no provocado por la lectura, o aún aduciendo que la lectura sugiera la posibilidad de que María Iribarne será descrita, da por sentadas algunas cosas que no estorba comentar un poco.
Cuando se habla de un matricidio simbólico, se habla de un presupuesto pasional, emocional, para cuya explicación se precisa del auxilio del psicoanálisis, cosa también discutible, ya que la lectura de la confesión de Juan Pablo Castel corre el riesgo de convertirse en la proyección animada de la teoría psicoanalítica, reduciendo a Juan Pablo a un tipo del arquetipo, y a María Iribarne en la figura que consuma la profética disquisición freudiana.
El túnel puede ser esa expresión, pero también otra. El túnel es una narración en primera persona, lo cual significa que todo aquello que es descrito o no descrito proviene de la misma cantera, y el crédito que pueda otorgársele, entrando ya en el inútil juego de la fidelidad entre el relato y la teoría, no sólo simplifica a la obra sino también da por ciertas las versiones de los hechos cuando, en todo caso, antes valdría la pena asumir con cierto escepticismo lo dicho por Juan Pablo Castel, su nombre, su intención y lo demás. Nada impide asumir que esa confesión es ficticia, creación de Juan Pablo Castel, e igualmente ridículo sería asumir que Juan Pablo Castel es la personificación del matricida simbólico gracias a un relato que él mismo narra.
En otras palabras: a falta de más referencias, de otras voces, de otras versiones, la fortaleza retórica de Juan Pablo Castel, que se toma licencias de estilo que intenta justificar de un modo u otro [3], se vuelve también un rasgo de debilidad. La autenticidad del relato es la autenticidad del personaje, y dado que no existe un personaje adicional que dé cuenta de lo expuesto, ni algún artificio objetivo que ofrezca recursos de convalidación, puede decirse que además es una autenticidad sometible a discusión, inútil, desde luego.
Sería inútil porque sería someter a El túnel a una obcecada cirugía para patentizar que el todo cabe en una de sus partes, que la ausencia descriptiva de María Iribarne condensa el espíritu del Juan Pablo Castel. En ese ejercicio habría ya un presupuesto aguardando cómodamente su confirmación, lo cual haría de la entera novela un empobrecido refugio de evidencias dispersas con algún arbitrio.
Aún siendo así, si fuera un cofre en cuyo interior hay abundante oro, de cualquier modo el mapa a seguir está también ahí dentro, en el cofre. La idea de que María Iribarne es asesinada por Juan Pablo Castel debido a que éste padece los estragos de un conflicto edípico tardío, y busca con enferma obsesión a su idéntico y no teme exhibir ante sí mismo el ánimo narcisista con que se conduce, aún todo eso, al no estar dicho, por fortuna, de esa forma, también podría ser una confabulación anticipada por el propio personaje.
Es un juego de señuelos y espejos: ante la elocuencia de la evidencia (la pintura a partir de la cual Juan Pablo advierte a la indescriptible María Iribarne se llama Maternidad, por ejemplo), no se juzgaría equivocado tomar ese asunto significativo y llevarlo con cierto triunfalismo al cajón de “evidencias que confirman la premeditación del matricidio simbólico”, pero tampoco tendría que asumirse que esa lectura resuelve el problema de El túnel, puesto que, hasta donde se sabe, jamás se presupuso que había que resolver ningún misterio ni adivinar motivos, los cuales están deliberadamente descritos por el homicida.
Más allá de discutir la veracidad de la explicación psicoanalítica, que reduce en más de un sentido el enigma de María Iribarne, y asumiendo, además, que esa interpretación al mismo tiempo falla al asumir a la obra como a un ser, de modo que la obra es sujeta al escrutinio psicoanalítico en el cómodo diván de la no-interpelación, y donde, además, no ocurre, aunque se quisiera, la transferencia (el libro, hasta donde se sabe, ni siquiera ha solicitado la intervención profesional del psicoanalista), aquel desdibujamiento de la novela impide otras aproximaciones, algunas derivadas de la propia lectura como experiencia y no como amotinado laberinto de significaciones clandestinas.
Octavio Paz señaló que la interpretación psicoanalítica de la mitología clásica occidental producía ideas muy originales pero no necesariamente ciertas. Esa afirmación da pie al menos a dos posiciones: la que, encendidamente, reclamaría a Paz que revelara las certezas reacias al psicoanálisis; y otra que, más conservadoramente, libraría aquella polémica, con algún festivo acierto, otorgándole a Paz la certeza de su no-certeza, es decir, el psicoanálisis ofrece “interpretaciones muy originales”, no necesariamente ciertas, como tampoco las ofrecería otra aproximación. La certeza quedaría relegada a lo intrínseco de la obra, que está dicho por y en la obra, no en algunas de sus periferias. La certeza también se relegaría a la autoridad de la interpretación sobre sí misma, es decir, el psicoanálisis de Juan Pablo Castel sería una certeza en sí misma y sobre sí misma. Las periferias ejercerían la protestad de la certeza sobre sus propias colonias significativas.
En esta segunda opción, las certezas emanadas por el trazo entre la ciencia y la obra literaria, son certezas originales pero no ciertas, como lo son, quizá en un continuum, todas las interpretaciones que pudieran surgir de la misma obra, unas a otras reclamándose la autoridad de nombrar a la presencia detrás de la ausencia.
En ese sentido hay singular abismo con el cual El túnel coquetea abiertamente. Es el abismo de la plurisignificatividad. Cada lectura, según la época y el estado de ánimo, supondría hallazgos distintos.

El nombre de María, según algunas fuentes, es propuesto a partir de casi setenta etimologías. Se sabe que es de origen hebreo, aunque pudo haber llegado a esta lengua a partir del egipcio, igual que el nombre de Moisés. El nombre de María aparece por primera vez en Egipto, y corresponde a la hermana de Moisés y Aarón. Su forma hebrea es Miryam o Maryam. Si se considera procedente del verbo Marah (dominar), María sería la "Señora". Esta etimología queda reforzada por la afinidad de María con el sustantivo arameo Marya’, que significa "señor". Si atendemos al probable origen egipcio de este nombre, procedería de la palabra Mari-Yam, que significa "amada de Yahvé", en la que la raíz MR significa "amar", y Yam sería una equivalencia válida de Yah, la abreviación de Yahvé, muy frecuente en la composición de nombres. En arameo, Marya significa señor, por lo que el de María podría entenderse como "señora". O quizás mejor, considerando la palabra Mir-yam como compuesta de Mir, contracción de Me’ir, el que ilumina, del verbo ‘or, brillar, y de Yam en vez de Yah, contracción de Yahvé, pudieron pensar que María significa Yahvé ilumina o La luz de Yahvé [4].
María como dominación, como señora, como amada de Yahvé, como la luz de Yahvé. María es un nombre que impone, sobre todo, religiosamente. Cuando se dice “Maria como dominación”, Juan Pablo Castel es un subversivo, un hombre que se revela ante una figura de gran peso simbólico. María podría ser un determinismo subyugante, desde esta perspectiva no exenta de cierta torcedura. María entre los Guadalupanos (entre quienes profesan culto a la Virgen María de Guadalupe) no es yugo sino emancipación, no es tiranía sino misericordia, intercesión, intermediación divina. Asumir que esa intermediación misericordiosa es también un yugo vital, de modo ciertamente calvinista: no necesito intermediarios para llegar a lo superior, es renunciar a una instancia emancipadora. Juan Pablo Castel renuncia a la preeminencia de la cuasidivinidad porque Juan Pablo Castel quiere ser su propio dios, quizá. En ese sentido, el modo en que Juan Pablo Castel combate esa densa arquitectura de pensamiento, especialmente de pensamiento religioso, es el mismo que emprendieron los románticos del siglo XIX respecto a la nada: seduciéndola, coqueteando con ella [5].
La misión de Juan Pablo Castel es titánica, imposible: apropiarse de la nada. Hay algo aquí de paradójico, de cruel ludismo, cuando se piensa que Juan Pablo Castel quiere apropiarse de la nada a través de su propio vacío. Cuando María Iribarne adquiere fugaz rasgo terrenal, cuando se descubre esposa de un ciego, cuando lo enfurece la sospecha de que sea una vulgar puta, cuando el fósforo ilumina su rostro y Juan Pablo mira en éste el vestigio de una sonrisa que ha desaparecido, una sonrisa que desmiente su abisal privacidad, que da cuerpo a todas las posibilidades y a ninguna, entonces María desaparece, es un problema mal resuelto, una duda mal contestada, o lo que es lo mismo, un problema resuelto, una duda contestada, puesto que para Juan Pablo Castel lo significativo es que no haya resoluciones ni respuestas. En la medida en que las haya, sufre la compulsión de negarlas argumentadamente.

Podría no ser casual que ese torrente retórico de Juan Pablo Castel, fuese una afinada expresión del vacío. La elocuencia vacía. Una elocuencia que halla su oposición, una y otra vez, en las respuestas abiertas, indescifrables, de María Iribarne.
Juan Pablo dice que María Iribarne le reclama:
Vos has dicho mil veces que hay muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que explique algo tan complejo. [6]
La violencia de la razón frente a la imposibilidad de la razón. Esa imposibilidad de la razón no es una imposibilidad cualquiera: es una imposibilidad construida en los linderos del propio discurso de Juan Pablo Castel. María Iribarne es el margen del discurso, las otras salidas, las puertas que no tuvo a bien abrir, que ignoró. El vacío de Juan Pablo Castel es el vacío que se hunde, mientras que la nada de María Iribarne es la nada de lo que está por ser.
Dice Juan Pablo Castel:
Tuve una rara intuición: encendí rápidamente otro fósforo. Tal como lo había intuido, el rostro de María sonreía. Es decir, ya no sonreía, pero había estado sonriendo un décimo de segundo antes. [7]
Dice: “...María sonreía. Es decir, ya no sonreía...”. Sonreía pero ya no sonreía. La anticipación de la razón es una anticipación anunciada por la intuición. La razón preludiada por la intuición. La corazonada precediendo al pensamiento. Intuición versus razón. Metafísica, especulación abstracta, enredo introspectivo, versus lógica. Vacío significativo, dado que es un signo que no apunta a un significado, sino un signo que apunta volátilmente a lo que corresponde anímicamente, convenientemente, a la voluntad de apropiación de la nada. La intuición, en el caso de Juan Pablo Castel, es la prefiguración de su propio razonamiento. La intuición es, en su caso, otro disfraz de su mefistofélico deseo. La intuición prescinde del discurso minucioso; no tramita ideas para decir lo que desea, sólo lo desea.
La previsión, la premonición, es un condicionamiento que se resiste al conocimiento empírico. Es el prejuicio, la antesala de lo que aún no existe. María Iribarne es la nada sobre la que Juan Pablo intenta hallar una forma, una salida a su propio vacío. Pero cuando María Iribarne se vuelve algo, cosa, objeto sexual, interlocutor, admiradora, amante, traidora, voz, silencio, entonces el vacío ahoga a Juan Pablo, quien se resiste a ser nombrado (como consta con su notoria alergia a la crítica de sus pinturas, no importando que ésta lo lisonjee), al determinismo de su propia circunstancia, la cual aborrece. La intuición falla al atribuirle a María Iribarne algo que no es suyo: la sonrisa, pero acierta al mantener dentro de los linderos de su extravío la disposición de Juan Pablo Castel hacia María. Juan Pablo ya resolvió, como consta desde el comienzo de la historia, el destino de María: la muerte. Por ende, no parece sorprender que el curso que toma la historia no sea sino una esmerada negación de cualquier otra posibilidad. Yo la maté, afirma con descaro, y esta historia demuestra que en ningún momento vivió para mí. Siempre fue, parece decir, una instancia perdida. Una ilusión. María es gracias a que yo la maté. Ésta es la hagiografía de María Iribarne. Lo cual equivaldría a decir: ésta es la hagiografía de mi desencanto, el calvario que mi razón legisla con esplendorosa lucidez. No obstante todo, soy, acaso sólo aquí, en esta confesión.

A la idea de que lo que ocurre en El túnel es algo que ocurre en el fangoso interior de Juan Pablo Castel, es decir, que Juan Pablo Castel es Juan Pablo Castel y María Iribarne, le queda perfectamente la noción del combate de la nada por la nada o, dicho de otra manera, del combate imaginario contra lo imaginario. No sólo es Juan Pablo Castel y María Iribarne, sino Juan Pablo Castel, por su solitaria cuenta, y Juan Pablo Castel y María Iribarne, por otra. De ahí la ironía de “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel...” con que inicia, ya que consigue, a lo largo de la historia, decirnos ejemplarmente lo contrario: no sólo soy Juan Pablo Castel. Es tanto quien narra como quien es narrado.
Además, visto así, no deben tomar por sorpresa algunas licencias que el propio Juan Pablo Castel se toma para gobernar la historia. Aclarado el hecho de que él es el asesino, la historia pierde su presumible cariz de novela policíaca, en la que hay un crimen que debe ser resuelto. No hay nada de qué sorprenderse, parece decir. Nada. Luego, aprovechando que la persona que ha muerto no puede, lógicamente, rebatirlo, puede dar una versión despótica de las cosas. Basta recordar el momento en que la mira por primera vez:
(...) tuve la seguridad de que estaba aislada del mundo entero: no vio ni oyó a la gente que pasaba o se detenía frente a mi tela.[8]
Ella era, a partir de ese instante, suya. Qué conveniente resulta saberla aislada. La ausencia de testigos y testimonios favorece el libre albedrío de Juan Pablo Castel. Ese libre albedrío es, quizá, la propia María Iribarne. Libre albedrío para disponer de una mujer en tanto no se reduzca a mujer (lo paradójico va más allá de la evidente misoginia: el altar que Juan Pablo Castel tiende sobre la narración es un altar que no carece de lo rudimentario, ni siquiera del fervor, que le sobra -su enfermiza obsesión por María es, acaso, un ejemplo de ello. Es un altar a la ausencia, pero no es una ausencia melancólica, propia de los románticos del siglo XIX. Es una ausencia que, ya enunciada desde las primeras líneas, va siendo construida lenta, cruel, cínicamente. María Iribarne es la crónica de la fundación del no-lugar, del no-destino, del no-cuerpo. Y esto trae a cuenta la inquietud inicial de este estudio: la ausencia de la descripción física de María Iribarne es, armónicamente, su mejor descripción).

La manera de pensar “antitética” [9] de Juan Pablo Castel, propenso a las contradicciones, deja entrever la posibilidad, como otras más, de que esta confesión sea un ardid esquizofrénico, una ficción delirante, un artificio demente. La certeza psicoanalítica cae en pedazos: todo ha sido un invento de un demente, no se puede saber si en verdad mató a quien dijo matar, o si se llama como dice llamarse. Considerando que esta novela “inaugura” o es “representativa” de la novela moderna, adquiere fugaz sentido el apunte de Rafael García Pavón: “En los tiempos modernos, la multitud ha sustituido al individuo singular y lo ha convertido en un esquizofrénico”. [10]
Ante la soledad, Juan Pablo Castel crea personajes, se crea a sí mismo entre ellos, y transfiere a ellos lo que por ningún lado puede afirmarse, es decir, la presunción de que la historia sea lo que ocurrió, o que sea una deformidad insondable de aquello que el narrador tomó como partida para esa historia, pero que está vedado para el lector.
Lo que pesa en El túnel es lo que está fuera dEl túnel, así sea la intemperie desértica, la nada, lo que vuelve a la historia en un fallido homenaje, quijotesco, del hombre combatiendo a la nada hasta autodestruirse (en la autodestrucción hay una tácita afirmación existencial, una moral distorsionada: para no ser consecuentes con la nada, aniquílala-aniquílate a ti mismo, condénate, sufre, la verdad duele, aférrate a la verdad, a la contradicción de la verdad, a la imposibilidad de la verdad); o un parafraseo de una experiencia de la que no se sabrá nada jamás y que, no sabiéndose, bajo el narcotizante efecto de la lucidez de Juan Pablo, se erige como la “pregunta incontestable”, lo “indecible”, la prehistoria que seduce al arqueólogo del mismo modo que al novelista, llevándolos a ambos a descubrimientos igualmente reveladores e igualmente inciertos.
Lo que no se dice por ningún lado está tácitamente dicho en todo. La verosimilitud del relato es evidente pero indemostrable. María Iribarne es todas las Marías y ninguna. Juan Pablo Castel, habiendo construido el prodigioso fortín de su historia, alude y recurre a imaginarios con la autoridad del cronista, del periodista, del historiador.
Si el fondo de El túnel es abismal, la forma tampoco parece reducirse a una soberbia demostración de destreza retórica. El entramado con que está formada la historia, a partir de lo que Conchi Sarmiento [11] llama el pensamiento antitético, también ofrece diversos puntos de fuga en la lectura. A decir de Hegel, “distinguir lo antitético es el hábito característico de la inteligencia, como también poner de manifiesto la contradicción, la antinomia” [12].
Dejando de lado la apresurada idea de que la historia pretende modelar la inutilidad de la inteligencia, cosa que podría muy bien contradecirse (Juan Pablo Castel utiliza su inteligencia para negarla y negarse, y quizá lo consigue), y que surtiría un adulador efecto sobre la idea de que El túnel, por ello, es una obra existencialista, subordinando a una esencia (pensamiento, historia), como ocurre con la exhaustividad psicoanalítica, el sentido “oculto” de la historia, quizá vale la pena detenerse un tanto en el modo en que esa inteligencia se hace presente y patentiza el propósito del narrador-personaje, asumiendo, con debida reserva, que ese propósito es uno entre tantos: capturar a la nada, a María Iribarne.
Juan Pablo Castel duda jactanciosamente, duda de su mundo, de sí mismo, de María Iribarne. Gracias a esa propensión por dudar, recorre líquidamente las incidencias del relato, encuentra fisuras, se adentra en ellas, no sigue una dirección o, mejor dicho, sigue la dirección del no.
Ante la sospecha de que María Iribarne le corresponde, obsequia su torturada alma a los pensamientos desafortunados (su pesimismo no es pasivo, por otro lado: cuando no producto de una indómita ansiedad, es el método que emplea para certificarse y certificar su entorno, ambos vacíos de sentido); cuando ve que ha errado, llora desconsoladamente, como un niño, y le pide perdón a María como si se lo pidiera a una madre. Le pide perdón para nuevamente hacerla sufrir. Sufre con ella, por ella, y adopta un pasajero estado de compunción que hace pensar, erróneamente, que la historia tomará, al fin, un derrotero distinto, pero no. Juan Pablo Castel sufre y se redime violentamente para mantener vigente la ilusión del sentido. A mitad del océano, flota en direcciones distintas, intenta ordenar su extravío, trazar coordenadas, todas, parece, imaginarias.
Podría sospecharse que Juan Pablo Castel previó esos recursos ilusionistas para perder al lector en el relato, para hacerlo encallar una y otra vez, para probar que no lo asiste la razón, que su tragedia es, primero, de su arrogante autoría, y segundo, que siendo tragedia, de cualquier modo toda pasión es inútil.
El relato, sin embargo, obliga a pensar lo contrario. Podría presumirse que El túnel ilustra la frase sartreana de “el hombre es una pasión inútil”, pero ello da por cierto lo que ya se ha discutido someramente: que Juan Pablo Castel es quien dice ser y haber hecho lo que ha narrado.
Mirado desde otro lado, habría que concederle a Juan Pablo Castel, el narrador, el crédito opuesto: su pasión por mostrar lo inaprensible de la nada ha sido elocuente y eficaz. Desde un inicio estipula: María Iribarne es un personaje muerto; nada hay que pueda hacerse. El resto es un discurso reiterativo de ese inicio: nada hay que pueda hacerse, aún haciéndolo. Y sin embargo, el narrador lo hace. Prueba su tesis, no en el contenido de su historia sino en sus márgenes.
Su pasión por lo imposible, en tanto se mantenga imposible, se hizo presente: posible. María Iribarne, a pesar de que ha muerto, habla y sigue hablando: ha dejado muchas incógnitas sin resolver y para no ser resueltas. A pesar de no ser descrita, es imaginada, aludida. El centro de El túnel es el vacío dejado por María. Además, la obra, al quedar abierta (ante la imposibilidad de que el lector pueda verificar lo narrado, averiguar más sobre lo dicho y lo no dicho), opera orgánicamente, sobrevive a su propia suerte. El sinsentido de su violento, dictatorial sentido, es otro sentido. Sabiéndose anticipadamente derrotado (¿quién puede derrotar a la nada?), profundiza en su perdición a través de la luminosidad imaginaria de la inteligencia. Su tragedia no es desafortunada sino gloriosa: ha conseguido, de modo enérgico, mostrar que la inteligencia ilumina su propia ausencia, su propia negación. En ese sentido, cabría advertir que, antes de elaborar un juicio de la historia, habría que precisar a quién pertenece el pensamiento antitético que será examinado: a Juan Pablo Castel, el narrador; o a Juan Pablo Castel, el personaje.

Respecto al personaje de la historia, vale decir que se juega su amor propio, su ego: la lectura de El túnel es un desafío a la supervivencia de lo indecible. Juan Pablo Castel dice para no decir. Habla de María Iribarne, quien ya murió. Habla de una pintura que ya destruyó. Habla de una experiencia que truncó. El sentido de su narración pende de lo que no existe más y tal vez ni existió. Lo único que queda, hacia el final, es la certeza de sus palabras, la incómoda punción de su lucidez. Las palabras se despliegan como un espejismo articulado inteligentemente. Un ilusionismo cuya credibilidad es efecto de su propio hermetismo.
Corona su ruina asesinando a María Iribarne sin haber probado sus sospechas, sin haberse, cuando menos, detenido a preguntarse si eran sostenibles, gracias a lo cual se mantiene intacta la razón de su desvarío. Daría la impresión de que Juan Pablo Castel sonríe al final de la novela por haberse salido con la suya. María Iribarne fue creada para ser un misterio perpetuo.
Un detalle, no menor: en el primer capítulo se refiere a un pianista que, estando recluido en un campo de concentración, y debido a que se había quejado de hambre, es obligado a comerse una rata viva. El paralelismo es evidente: Juan Pablo Castel se ha quejado, no se sabe ni se sabrá de qué o por qué, y ha tenido que comerse viva a María Iribarne. Nunca descanse en paz.

Enero, 2006

Notas:
[1] O, como dice Conchi Sarmiento: “La estéril lucidez de la conciencia que sólo agrava la sospecha de que la vida carece de sentido alguno”, en “Aspectos comparativos en la obra novelística de Ernesto Sábato”, en
[2] En el capítulo XVII dice: “Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café) era doloroso, pues señalaba hasta qué punto era fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaba nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperación de consolidar de algún modo esa fusión, a unirnos corporalmente; sólo lográbamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un acto material”.
[3] En el capítulo II, por ejemplo, anticipa que los lectores lo acusarán de vanidoso.
[4] Tomado de El Almanaque, en
[5] Ver “El cortejador de la nada”, p. 141, en Givone, S., “Historia de la nada”, 2001, Argentina: Editorial Adriana Hidalgo Editora.
[6] Sábato, E., “El túnel”, 2004, España: Seix Barral, p. 85
[7] Ibid, pp. 68-69
[8] Ibid, p. 13
[9] Ibid (“Aspectos comparativos en la obra novelística de Ernesto Sábato”).
[10] “Kierkergaard ante la esquizofrenia de la multitud”, García Pavón, Rafael, en
http://www.uia.mx/departamentos/dpt_filosofia/kierkergaard/pdf/art_kierkegaard_ante_la_esquizofrenia.pdf, texto rescatado el 30 de noviembre de 2005.
[11] Ibid (“Aspectos comparativos en la obra novelística de Ernesto Sábato”).
[12] Prince, S., “La virtud técnico política y teológica confecional en la filosofía política del S.XVI”, http://rehue.csociales.uchile.cl/publicaciones/moebio/05/maquiavelo.htm, texto rescatado el 30 de noviembre

© Julio Salinas Lombard 2006
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero32/2ltunel.html

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