lunes, 20 de junio de 2022

 El cuerpo es lo que nos identifica como humanos, es a través del cuerpo que conocemos el mundo que habitamos, con el cuerpo nos movemos, hablamos, nos relacionamos con otras personas; en términos arendtianos, el cuerpo nos posibilita el recorrido por una infinidad de acciones, cuyas consecuencias no podemos predecir ni calcular.

Más que a una conclusión, esta breve revisión respecto de la noción de cuerpo en la teoría Arendt nos invita a pensar sobre el mismo más allá de la reducción a sus características físicas; no sería factible compararlo con un mero conjunto de órganos, ni con la materia inerte que descansa sobre una mesa de disecciones. El cuerpo tampoco sería esa obra divina que intenta recrearse en las figuras inmortalizadas de los dioses griegos, ni una mera animalidad –condición asignada por compartir el mundo con otras especies. El cuerpo tampoco encontraría su precisa descripción en la ideología cristiana que lo interpreta como el envase del alma, como el culpable de los pecados terrenales o como lugar de paso hasta la inmortalidad que prosigue a la muerte física. En la teoría de Arendt, el cuerpo se define a partir de sus acciones, es a través de la mundanidad de lo cotidiano que podemos hallar aquello que nos constituye como humanos, que nos separa de otras especies y que nos brinda sentido en el mundo que habitamos. El cuerpo humano encuentra su explicación, no a través de explicaciones trascendentales y metafóricas, sino a partir del modo en que nos movemos, la forma en que dormimos, comemos, nos vestimos, nos aseamos, etcétera.

Teniendo en cuenta lo mencionado anteriormente, el abanico de acciones posibles conlleva infinitas consecuencias: por lo tanto, aquello que define al cuerpo al mismo tiempo le otorga su carácter de indefinición. Así, si pretendiéramos describir las acciones posibles a ser llevadas a cabo por un sujeto a lo largo de su vida y las consecuencias de las mismas, nos veríamos imposibilitados de continuar a partir del momento del nacimiento. Dada la imprevisibilidad de las acciones, cabría afirmar que hay infinitas posibilidades de concebir el cuerpo. Sin embargo, esto no acontece en la vida moderna, puesto que el marco político en que se desarrolla la vida de un sujeto va a recortar el abanico de acciones que se encuentran a su alcance y, por lo tanto, la naturaleza del cuerpo involucrado. La modernidad es un claro ejemplo de cómo la naturaleza del cuerpo se amolda al orden político imperante.

¿Cómo es interpretado el cuerpo en la época moderna? La modernidad lo ubica en un hacer tangible, medible que no encuentra relación alguna con las actividades de la reflexión, del pensar (actividades comúnmente asociadas a la idea de la contemplación). Palabra y acto pasan a ocupar esferas diferentes, espacios donde el hacer puede estar escindido del pensar. Este dualismo es el que posibilitó el origen del pensamiento de Marx sobre la alienación de las fuerzas de producción, y el que posibilita la existencia, en términos de Arendt, de una condición humana particularmente limitada –más específicamente la del homo faber, asociada al trabajo, y la del animal laborans, cuya existencia irreflexiva, comparable a un eslabón en una cadena de producción fabril, lo ubica como un ser abocado a su efímera función de consumir. En esta lógica quedan excluidas las posibilidades de acción asociadas a la idea de libertad, ya que el pensar no es requerido ni para la fabricación –que se apoya en la simple extracción e imitación–, ni para el consumo que se mueve al ritmo del mercado.

Solo a través del ejercicio de la acción, alguien podría considerarse libre de hacer y decir lo que desee –pero esta condición conlleva un precio muy alto: basta realizar un recorrido por la complejidad política del siglo XX para darse que cuenta de que el costo de la libertad política en muchos casos es la vida misma. En los campos de exterminio masivos, máximos exponentes del sistema de gobierno totalitario, donde cada acción y sus consecuencias están cuidadosamente predeterminadas, el abanico de acciones posibles se ve reducido a sólo dos: desligarse del control a través de la muerte o padecer la desdichada sumisión de una vida exclusivamente biológica. La des-humanización consiste en reducir el hombre a sus funciones vitales, cuando no hay más que vida orgánica, no hay condición humana posible. Para los prisioneros judíos no había posibilidad de acción alguna más que inducir la propia muerte, que en este caso era más humana que la vida, reducida tan solo a proteger el mínimo funcionamiento de los órganos vitales.

El tránsito de Hannah Arendt por un campo de concentración, específicamente por el campo de Gurs en Francia, muy probablemente le haya despertado el interés por el abanico de posibilidades que la condición humana permite experimentar una vez solventada la demanda de la vida biológica. No habría peor castigo en el paso por el mundo que habitamos, que padecer la condena de una vida exclusivamente orgánica. Todo lo que se construye por encima del cuerpo biológico es lo que nos define como humanos, y en la concepción de cuerpo aquí desarrollada, cabe afirmar que es a través de las acciones que lo humano se pone en juego.

La preocupación por la satisfacción de las necesidades biológicas sentencia al humano a encerrarse en las demandas de su propio cuerpo. El problema central que resalta Arendt, en su análisis sobre la condición humana y la política contemporánea, sale a la luz cuando la amenaza de padecimiento de una vida únicamente biológica se encuentra en manos de un sistema de gobierno. Aquí la violencia se transforma en una herramienta fundamental –es a través del uso de la violencia que la vida biológica se transforma en el objetivo final de todo acto de coerción. El cuerpo es el objetivo y al mismo tiempo el medio para el ejercicio de la violencia, todo depende del lugar que se ocupe en la distribución de roles en el orden político imperante. Cometer una agresión, jalar un gatillo o asentir a decisiones políticas tiránicas, en principio podrían parecer actos muy distintos. Sin embargo, tienen un objetivo en común, el ejercicio respecto del control de la vida; esto recortaría el abanico de acciones posibles y por lo tanto garantizaría una vida enmarcada dentro de ciertos actos predeterminados.

El temor por la pérdida del derecho a la vida humana en su plenitud es el motor de una inquisidora introspección que atraviesa las acciones que llevamos a cabo cotidianamente. Bajo la amenaza de una existencia meramente orgánica –similar a la animalidad–, nos envolvemos bajo el manto de acciones socialmente aceptadas que suponen cierta noción de liberación, cuando en realidad, esta liberación depende de la satisfacción de nuestras necesidades más elementales. Sólo una vez superada la condición de animal laborans, es decir, cuando dejamos de ser rehenes de las necesidades vitales de nuestro cuerpo, estaríamos en condiciones de vivir la condición humana en su plenitud. Es a través de pensadoras como Arendt que podemos identificar cuándo los sistemas políticos –los grotescos sistemas despóticos y tiránicos amparados en el uso de la violencia, pero también ciertos sistemas democráticos basados en la utilización de la violencia– llevan a cabo un uso intencionado del dominio a través del terror y de la manipulación de la naturaleza humana.

El cuerpo es lo que nos identifica como humanos, es a través del cuerpo que conocemos el mundo que habitamos, con el cuerpo nos movemos, hablamos, nos relacionamos con otras personas; en términos arendtianos, el cuerpo nos posibilita el recorrido por una infinidad de acciones, cuyas consecuencias no podemos predecir ni calcular.

Más que a una conclusión, esta breve revisión respecto de la noción de cuerpo en la teoría Arendt nos invita a pensar sobre el mismo más allá de la reducción a sus características físicas; no sería factible compararlo con un mero conjunto de órganos, ni con la materia inerte que descansa sobre una mesa de disecciones. El cuerpo tampoco sería esa obra divina que intenta recrearse en las figuras inmortalizadas de los dioses griegos, ni una mera animalidad –condición asignada por compartir el mundo con otras especies. El cuerpo tampoco encontraría su precisa descripción en la ideología cristiana que lo interpreta como el envase del alma, como el culpable de los pecados terrenales o como lugar de paso hasta la inmortalidad que prosigue a la muerte física. En la teoría de Arendt, el cuerpo se define a partir de sus acciones, es a través de la mundanidad de lo cotidiano que podemos hallar aquello que nos constituye como humanos, que nos separa de otras especies y que nos brinda sentido en el mundo que habitamos. El cuerpo humano encuentra su explicación, no a través de explicaciones trascendentales y metafóricas, sino a partir del modo en que nos movemos, la forma en que dormimos, comemos, nos vestimos, nos aseamos, etcétera.

Teniendo en cuenta lo mencionado anteriormente, el abanico de acciones posibles conlleva infinitas consecuencias: por lo tanto, aquello que define al cuerpo al mismo tiempo le otorga su carácter de indefinición. Así, si pretendiéramos describir las acciones posibles a ser llevadas a cabo por un sujeto a lo largo de su vida y las consecuencias de las mismas, nos veríamos imposibilitados de continuar a partir del momento del nacimiento. Dada la imprevisibilidad de las acciones, cabría afirmar que hay infinitas posibilidades de concebir el cuerpo. Sin embargo, esto no acontece en la vida moderna, puesto que el marco político en que se desarrolla la vida de un sujeto va a recortar el abanico de acciones que se encuentran a su alcance y, por lo tanto, la naturaleza del cuerpo involucrado. La modernidad es un claro ejemplo de cómo la naturaleza del cuerpo se amolda al orden político imperante.

¿Cómo es interpretado el cuerpo en la época moderna? La modernidad lo ubica en un hacer tangible, medible que no encuentra relación alguna con las actividades de la reflexión, del pensar (actividades comúnmente asociadas a la idea de la contemplación). Palabra y acto pasan a ocupar esferas diferentes, espacios donde el hacer puede estar escindido del pensar. Este dualismo es el que posibilitó el origen del pensamiento de Marx sobre la alienación de las fuerzas de producción, y el que posibilita la existencia, en términos de Arendt, de una condición humana particularmente limitada –más específicamente la del homo faber, asociada al trabajo, y la del animal laborans, cuya existencia irreflexiva, comparable a un eslabón en una cadena de producción fabril, lo ubica como un ser abocado a su efímera función de consumir. En esta lógica quedan excluidas las posibilidades de acción asociadas a la idea de libertad, ya que el pensar no es requerido ni para la fabricación –que se apoya en la simple extracción e imitación–, ni para el consumo que se mueve al ritmo del mercado.

Solo a través del ejercicio de la acción, alguien podría considerarse libre de hacer y decir lo que desee –pero esta condición conlleva un precio muy alto: basta realizar un recorrido por la complejidad política del siglo XX para darse que cuenta de que el costo de la libertad política en muchos casos es la vida misma. En los campos de exterminio masivos, máximos exponentes del sistema de gobierno totalitario, donde cada acción y sus consecuencias están cuidadosamente predeterminadas, el abanico de acciones posibles se ve reducido a sólo dos: desligarse del control a través de la muerte o padecer la desdichada sumisión de una vida exclusivamente biológica. La des-humanización consiste en reducir el hombre a sus funciones vitales, cuando no hay más que vida orgánica, no hay condición humana posible. Para los prisioneros judíos no había posibilidad de acción alguna más que inducir la propia muerte, que en este caso era más humana que la vida, reducida tan solo a proteger el mínimo funcionamiento de los órganos vitales.

El tránsito de Hannah Arendt por un campo de concentración, específicamente por el campo de Gurs en Francia, muy probablemente le haya despertado el interés por el abanico de posibilidades que la condición humana permite experimentar una vez solventada la demanda de la vida biológica. No habría peor castigo en el paso por el mundo que habitamos, que padecer la condena de una vida exclusivamente orgánica. Todo lo que se construye por encima del cuerpo biológico es lo que nos define como humanos, y en la concepción de cuerpo aquí desarrollada, cabe afirmar que es a través de las acciones que lo humano se pone en juego.

La preocupación por la satisfacción de las necesidades biológicas sentencia al humano a encerrarse en las demandas de su propio cuerpo. El problema central que resalta Arendt, en su análisis sobre la condición humana y la política contemporánea, sale a la luz cuando la amenaza de padecimiento de una vida únicamente biológica se encuentra en manos de un sistema de gobierno. Aquí la violencia se transforma en una herramienta fundamental –es a través del uso de la violencia que la vida biológica se transforma en el objetivo final de todo acto de coerción. El cuerpo es el objetivo y al mismo tiempo el medio para el ejercicio de la violencia, todo depende del lugar que se ocupe en la distribución de roles en el orden político imperante. Cometer una agresión, jalar un gatillo o asentir a decisiones políticas tiránicas, en principio podrían parecer actos muy distintos. Sin embargo, tienen un objetivo en común, el ejercicio respecto del control de la vida; esto recortaría el abanico de acciones posibles y por lo tanto garantizaría una vida enmarcada dentro de ciertos actos predeterminados.

El temor por la pérdida del derecho a la vida humana en su plenitud es el motor de una inquisidora introspección que atraviesa las acciones que llevamos a cabo cotidianamente. Bajo la amenaza de una existencia meramente orgánica –similar a la animalidad–, nos envolvemos bajo el manto de acciones socialmente aceptadas que suponen cierta noción de liberación, cuando en realidad, esta liberación depende de la satisfacción de nuestras necesidades más elementales. Sólo una vez superada la condición de animal laborans, es decir, cuando dejamos de ser rehenes de las necesidades vitales de nuestro cuerpo, estaríamos en condiciones de vivir la condición humana en su plenitud. Es a través de pensadoras como Arendt que podemos identificar cuándo los sistemas políticos –los grotescos sistemas despóticos y tiránicos amparados en el uso de la violencia, pero también ciertos sistemas democráticos basados en la utilización de la violencia– llevan a cabo un uso intencionado del dominio a través del terror y de la manipulación de la naturaleza humana.

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